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viernes, 22 de abril de 2005

El Ring de López Obrador

El affaire López Obrador está a punto de convertirse en la enorme manzana de la discordia de los mexicanos en este difícil inicio del siglo XXI. El país se encuentra prácticamente dividido en dos, según evidencian las encuestas más recientes, y todas las acciones que han emprendido la cámara de diputados federal, la PGR, la Presidencia de la República y muy pronto la Suprema Corte de Justicia (cuando defina el ámbito de las atribuciones de la cámara federal de diputados y la asamblea del DF), están azuzando a un avispero que muy probablemente se convertirá en el gran elemento disruptor de la política nacional.
Al haberse aceptado el desafuero del jefe de gobierno se está poniendo en riesgo la legitimidad de la joven democracia mexicana, todo por un asunto menor que bien pudo haber encontrado salidas más inteligentes que garantizaran la preservación del estado de derecho y la defensa de los intereses de los particulares afectados. De ninguna manera existe en nuestro país una tradición de aplicación irrestricta de la ley, más bien todo lo contrario, y como prueba podemos exhibir los pobres resultados que muestran en conjunto la procuración y la impartición de la justicia, mismos que han llevado a organismos internacionales como la ONU, la OCDE, Amnistía Internacional y otros a señalar esta área como uno de los grandes rezagos nacionales. Hoy se quiere “comenzar por algún lado” y mañosamente se ha escogido arrancar con el jefe de gobierno.
En otros países, como Francia o España, los representantes populares deben responder legalmente a infracciones consideradas no graves, como la que se le reclama a López Obrador, pero hasta el término del mandato para el que fue elegido. O bien deben ser sujetos a un complejo proceso de empeachment, como sucedió en los EUA con el caso de Clinton y su amorosa becaria, o en Brasil con Collor de Mello. Además cuando los gobernantes eventualmente son sujetos a proceso no pierden sus derechos políticos, sino hasta que el juez dicte una sentencia condenatoria. En México procedemos al revés, y despojamos a los ciudadanos que son indiciados de todos sus derechos de participación política. El sistema asume que el ciudadano es potencialmente culpable y que debe demostrar su inocencia para poder votar o ser votado. Esa es una injusticia estructural que nos afecta a todos los mexicanos.
La batalla que está dando el tabasqueño puede tener efectos impredecibles e incluso dañinos para nuestra convivencia social. Los ánimos se están caldeando y a nadie conviene que se generen mártires que fácilmente sean presa de los fundamentalismos ideológicos y el mesianismo. López Obrador puede verse empujado hacia ese extremo, y asumir la defensa de su precandidatura como si fuera una causa irrenunciable para la izquierda mexicana, que debe confrontar a los “demonios” del neoliberalismo, entre los que incluye a Carlos Salinas, el matrimonio Fox y a muchos otros complotistas, enemigos del pueblo, según él. No hay nada más peligroso en política que los líderes empujados hacia los extremos, que traducen la realidad en términos de “conmigo o contra mí”.
El gobierno federal ha hecho muy mal en confrontarlo y darle foro. La presidencia de la República, en sus aceleres foxianos, decidió salirle al paso y servirle de sparring en la batalla mediática, que en estos momentos lleva ganada el pejelagarto. Para colmo se ha apoyado en dos personajes que carecen de carisma y un mínimo de “don de cámaras”: el timidísimo Rubén Aguilar y el soberbio Santiago Creel. Contrastan mucho con el desparpajo relajado de López Obrador. Aunque pensándolo bien todos comparten el lenguaje cantinflesco, sólo sazonado por López Obrador con su sabroso acento caribeño.
Es evidente que el Peje es un demagogo --no muy diferente de muchos de los que hoy nos gobiernan por cierto--, pero su trajinar no podrá será detenido mediante medidas truculentas y legaloides, sino mediante los votos de los mexicanos. Y si llega a la presidencia, el suceso no será más dramático que el arribo de Vicente Fox, a quien muchos señalaban que sería un auténtico “chivo en cristalería” antes de que el peso de la investidura lo hiciese poner los pies en la tierra –y sin embargo ya vemos cómo ésta se le olvida con frecuencia.

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