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viernes, 27 de julio de 2007

Intolerancia versus libre expresión

Con el arribo de la alternancia política en nuestro estado, allá por 1991 –ya hace un buen-, muchos creímos que infinidad de cosas irían a cambiar para bien en nuestro entorno social y en las relaciones entre el estado y la sociedad. Los que nos asumíamos como demócratas vimos anunciarse una nueva época de libertad y participación ciudadana en la resolución de nuestros múltiples problemas. El autoritarismo había llegado a extremos intolerables, que sin duda se tradujeron en un ambiente social de hartazgo y rechazo al “ancien régime” de la posrevolución. En el plano personal me sentí ofendido por ese régimen en varias ocasiones, pero sólo menciono una en que fue agredida mi libertad de expresión: cuando fui investigado junto con otros 50 amigos –encabezados por José Chávez Morado- firmantes de un desplegado a favor de la democracia y el respeto al voto en las elecciones municipales de diciembre, y por ello se me amenazó con mi posible despido de la Secretaría de Educación.
Con todo y la enorme ingenuidad de la administración de Carlos Medina, el inicio de su gestión fue aparejado con grandes esperanzas de cambio. El hecho de que una nueva parvada de políticos reputados como honestos y plenos de buena fe se hicieran cargo del muladar en que se había transformado la administración pública, hizo abrigar ilusiones, incluso entre los que no compartíamos su ideología aldeana y conservadora. Las señales en contrario fueron causando inquietud creciente. Con Vicente Fox llegó el desparpajo y la gobernación con base en ocurrencias, y de nuevo la sordera e intolerancia creciente ante la crítica incómoda, o incluso la descalificación ad hominem desde el poder. Con Ramón Martín hubo un intento de moderar la intransigencia creciente, pero duró poco. Luego del triunfo inmoderado del 2000, gracias a la ola foxista y a una fascinación nacional por el cambio, el nuevo gobierno panista de Juan Carlos Romero consolidó la hegemonía que ya se anunciaba en la década anterior. El estado se pintó de azul en el 2000 y en el 2003, y la bonanza de votos determinó que la nueva élite del poder asumiera crecientemente el papel del Moisés que guía al pueblo extraviado de Israel y es portador de las tablas de la ley. Y la intolerancia hacia la crítica se hizo norma. Las descalificaciones desde el poder menudearon, y las relaciones con la prensa y los opinadores se tensaron cada vez más. Como una pizca ejemplar recuerdo la reacción del gobernador Romero, en marzo de 2006, ante el reporte de Human Rights Watch sobre la negativa a víctimas de violación al acceso al aborto legal, cuando descalificó el reporte sin siquiera conocerlo, por problemas de “metodología”. Ese el problema de mezclar las convicciones morales y religiosas personales con la acción legal del estado.
Ahora, con un nuevo gobierno que llegó al poder con la cifra de votos en su favor más alta de la historia reciente, parece refrendada la percepción mesiánica y excluyente. El segundo de a bordo en la administración descalifica a los directores de los dos medios de información impresa más importantes de la entidad, y sobre ellos desfoga una enfermiza antipatía que contradice de frente la misión política que se le ha encomendado: “propiciar la convivencia armónica y el desarrollo integral de la persona, la familia, los grupos sociales y la sociedad guanajuatense”.
En lugar de constituirse en factor de armonización y avenencia entre los inevitables conjuntos opuestos de la sociedad, el personaje se está convirtiendo en lo contrario: en elemento generador de conflictos inútiles y socavador de las buenas relaciones entre el gobierno y los medios de comunicación. Necesariamente fue denunciado ante la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, que falló a favor de los agraviados, recomendando una disculpa pública y una carta personal por parte del “servidor” público. Pero la soberbia no tiene límites, y el perpetrador se burla ahora de la comisión y de los ofendidos con una pantomima de disculpa. Incluso a los que observamos a los toros desde la barrera nos ofende su actitud altanera: ¿qué nos espera a los ciudadanos de a pie si un día nos cruzamos en el camino de este señor? El poder corrompe, lo sabemos, pero el poder absoluto corrompe absolutamente. El secretario, licenciado en psicología industrial, evidentemente desconoce a Montesquieu, quien en su “Espíritu de las Leyes” explica el concepto de “pesos y contrapesos” en el ejercicio del poder estatal. La prensa y la opinión pública es uno de esos necesarios contrapesos. Sin la libertad de expresión y el ejercicio de la crítica responsable e informada no sería posible el modelo democrático. Combatirlas es denostar la democracia, y abonar por el regreso del autoritarismo, si es que no regresó ya.

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