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viernes, 31 de agosto de 2007

En busca de un Rector, VI

Estoy convencido de que el actual proceso de selección de quien pronto será el Rector General de la Universidad de Guanajuato -cuando entre en vigor la nueva ley orgánica a partir del 15 de octubre-, se ha desarrollado pleno de sorpresas y más de algún sobresalto. Sin duda ha sido una coyuntura inédita, comparada con los antecedentes de 1995, 1999 y 2003. La principal novedad, a mi juicio, es el papel protagónico y decisivo que ha asumido el Consejo Universitario, órgano de gobierno que en esta ocasión acaparó las posibilidades de incidir en la selección del académico a ser ungido con la calidad rectoral. El Colegio Directivo en los hechos se quedó fuera del asunto, y dudo mucho que veamos alguna reacción reivindicativa de su única razón de ser: la de seleccionar al mejor de entre los candidatos que le sean sometidos por el consejo. La norma vigente es tan laxa en esta materia, que el consejo puede, si quiere, someter el número que desee de postulantes, incluso uno, como es el caso.
Con la autonomía universitaria se inauguró la capacidad del consejo de registrar y preseleccionar aspirantes. Recuerdo bien que los primeros debates dentro de ese órgano colegiado -en los procesos de 1995 y 1999- se dieron en torno al alcance de esta capacidad de selección previa: ¿era posible para el consejo dictaminar sobre la calidad de los aspirantes? ¿O sus facultades tan sólo le permitían asumir un papel de “oficialía de partes” para canalizar las ofertas al colegio directivo? La primera posición ha venido tomando fuerza, hasta convertir en la práctica al consejo no sólo en órgano de gobierno, sino también de designación. Triunfa la democracia al ampliar el universo de los designantes a los 121 consejeros -profesores, estudiante y directivos-, pero ¿gana en calidad el proceso? A este último valor responde la existencia del Colegio Directivo, cuyos siete miembros tendrían más capacidades y obligación para profundizar en el estudio de los proyectos, con la ponderación acuciosa de elementos cualitativos no siempre bien calibrados por la multitud heterogénea del consejo.
Antes de seguir, manifiesto sin ambages que luego de estudiar los proyectos de los doctores Arturo Lara y Enrique Vargas, y de considerar también mis propias perspectivas personales como colaborador de uno de los proyectos emblema de la presente gestión -la constitución del Campus Sur-, decidí definirme públicamente por la propuesta del primero, sin desconocer los grandes propósitos y exhortaciones del segundo. Esto ya se evidenciaba en mi anterior contribución, como me señaló un atento y crítico lector. Pero me he visto sorprendido por el nuevo aspaviento provocado por la votación en el consejo el fin de semana. Ya me había provocado suficiente asombro lo del descontón a los profesores Emigdio y Emeterio, pero lo del doctor Vargas sencillamente fue pasmoso. No le vi sentido alguno, pues representaba un flaco favor de los consejeros votantes hacia el propio proceso. Nuevamente vemos “violencia innecesaria”, como había calificado antes Correo a la primera de las exclusiones.
Con sinceridad creo que el proyecto del doctor Lara es el mejor para el momento que atraviesa nuestra casa de estudios, pues permite consolidar una reforma institucional que no era plenamente compartida por el resto de los aspirantes. Pero también opino que el proyecto en sí es muy defendible ante el escrutinio cuidadoso de la instancia a la que realmente le corresponde la definición última: el colegio directivo. De igual manera creo que este colegio merecía la posibilidad de analizar y contrastar el proyecto del doctor Vargas, que me pareció bien articulado, ambicioso y contundente.
Me parece un error que una asamblea se pronuncie categóricamente sobre proyectos cuyos postulados son siempre complejos, con detalles cuyas sutilezas pueden ser obviadas fácilmente por los profanos, en atención a elementos subjetivos como la popularidad del personaje, su habilidad de comunicación y otros rubros latentes y no evidentes. Aunque la votación benefició a la opción con la que comulgo, no me siento contento con el mecanismo, por más “democrático” que se pretenda. A nadie beneficia que la institución se cierre los caminos del debate de fondo. El conocimiento es la materia de nuestra acción cotidiana, y para ser congruentes debemos aceptar que la calidad en el mismo depende de la profundización de las pesquisas; para ello los pocos pueden dar mejores resultados que los muchos. Son caminos que debemos aprender a transitar.

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