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martes, 1 de septiembre de 2009

Poderes corruptos

Poderes corruptos

Publicado el el de Guanajuato. Es triste, pero la acción política en los llamados países democráticos padece con frecuencia el mal de la confusión entre los intereses del común con los intereses privados del actor particular que ejerce el poder o la representación sociales. Me refiero a que los gobernantes -el poder ejecutivo- o los representantes -el legislativo-, incluso los jueces y magistrados -el judicial-, están sometidos a la tensión moral y ética del deber formal ante la ciudadanía que los eligió, o que al menos paga sus emolumentos, contra la tentación de obtener ventajas personales o familiares sólo posibles mediante el uso y abuso de la función pública. Los casos señalados en los medios impresos y electrónicos son recurrentes a lo largo y ancho del país, e involucran a personajes de todos los partidos políticos, de todas las ideologías y de todos los orígenes sociales. Hay una crisis moral en México. Es una crisis sistémica, que no ha sido posible superar por más controles que se aplican al ejercicio del poder público. La corrupción no ha sido erradicada en décadas. Pero la sorpresa reciente es que esa corrupción no era particularidad de un sistema de gobierno autoritario, o de un partido político hegemónico arraigado en los espacios propicios para la degradación. La “robolución” prohijó a sus oposiciones, y cuando éstas se hicieron del poder no actuaron de forma muy distinta a sus predecesores. No hay monopolio del cohecho, del abuso, del amiguismo o del nepotismo. Izquierdas y derechas caen con regularidad en las tentaciones del peculio fácil, pero ajeno. En las encuestas que conozco sobre cultura cívica, como las levantadas regularmente por Consulta Mitovsky, Parametría, Latinbarómetro e incluso la Secretaría de Gobernación, ponen en evidencia que el mexicano es un individuo pragmático, poco apegado a las formas de la convivencia cívica pero muy respetuoso de los usos y costumbres de su familia o comunidad inmediata. Es decir que no hemos podido asimilar la trascendencia de formar parte de un gran Estado-Nación que se rige por macrovalores y por normas abstractas, constitucionales, que permiten la convivencia entre los grandes componentes de lo que denominamos patria. No: más bien privilegiamos la comodidad de ponderar nuestra conducta sobre la base de la inmediatez, de la comunidad concreta donde nos movemos. Cuando el interés inmediato priva sobre los valores cívicos y políticos de la gran comunidad nacional, es fácil caer en las tentaciones de la corrupción. Carecemos todavía de esa cultura cívica que en otros países priva sobre las relaciones entre los individuos y sus agrupaciones. La moralidad es consustancial al ciudadano, no es opcional. Y por moralidad entiendo los valores que privilegian la convivencia social, y sacrifica en su favor a los intereses del egoísmo y la corrupción. Estas líneas las motivó el caso más reciente en nuestro poder legislativo local, donde se premió a la apostasía interesada con un puesto judicial que demanda una moralidad impecable. Qué lástima.

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