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miércoles, 27 de noviembre de 2002

El primer tercio

Con cada fin de periodo, en este caso el término de un año calendárico, es fácil sucumbir a la tentación de ensayar evaluaciones, balances o apreciaciones sobre aspectos sensibles de nuestro medio social, político o económico. Los mexicanos en general, pero muy en particular los guanajuatenses, gustamos de calificar y ponderar a nuestros gobernantes a la menor oportunidad, aunque con frecuencia lo hacemos desde nichos oscuros –desde la “grilla” de café o el chisme de banqueta donde nuestras opiniones no tienen mayor consecuencia. La prensa nos permite llegar a un público más extenso y también más exigente, con el beneficio de obligarnos a examinar con más cuidado y sentido de responsabilidad los alcances de nuestros juicios.
A dos años de iniciada la presente administración estatal romerista ya se puede ensayar una aceptable estimación sobre su desempeño político administrativo general. Sin ánimo de asumir posiciones magistrales o de dictamen inatacable sobre un asunto esencialmente polémico, ensayo algunas primeras consideraciones que pueden ser pertinentes cuando ya se ha recorrido más de un tercio del camino de la gestión estatal.
El arribo de Juan Carlos Romero Hicks a la gubernatura guanajuatense tuvo tintes diferentes a los que caracterizaron a sus tres antecesores inmediatos del mismo signo partidista. Dos interinos y un gobernador constitucional se habían sucedido en el lapso de nueve años. Carlos Medina gobernó durante casi cuatro años, sujeto a cuestionamientos constantes producto de la “concertacesión” de 1991, con un congreso opositor, con la incertidumbre de no conocer la temporalidad de su mandato, e incluso con dos secretarios de gobierno priístas. En contraste Vicente Fox asumió el poder inmerso en un enorme halo de legitimidad y acompañamiento político, aunque debió negociar con otra legislatura opositora. Durante dos años pudo desplegar un proyecto político-administrativo ambicioso, aceptablemente coherente, con un control mínimo de la función estatal, con pocas definiciones, mucha delegación de funciones y un enorme protagonismo mediático. Los siguientes dos años, los de su precampaña presidencial, evidenciaron una clara disgregación del poder estatal, con un aparente olvido o dispersión de los objetivos y programas planteados en el plan básico de gobierno. Los megaproyectos en su mayoría fueron archivados. Los flamantes programas y oficinas de reciente creación cayeron en la pasividad o la inercia –recuérdese el SEFIDE, el CILACE, el CUC, el CDH, el FIDEPO y otros luego de la desbandada de funcionarios hacia la campaña.
El año que le tocó a Ramón Martín, el único operador político eficaz con que contó Fox, fue literalmente de cierre y puesta en orden. Se recompuso la clase administrativa estatal y se pudieron impulsar algunas iniciativas modestas pero efectivas gracias a la existencia de un liderazgo claro y presente. Pero por razones obvias tampoco hubo oportunidad de rediseñar una política de desarrollo de mediano y largo plazo, que permitiera imprimirle un sello distintivo a esta administración.
La sucesión de Fox y Ramón Martín representó de inmediato un objetivo extremadamente apetecible para los aspirantes a la candidatura panista. La perspectiva de un triunfo amplio, al menos en el nivel estatal, aprovechando la inercia de la campaña federal en la que por primera vez un guanajuatense –y opositor además aspiraría con realismo a la primera magistratura del país, fue un imán tan poderoso como inédito. Eso explica bien la intensa lucha interna que se trabó en el PAN a lo largo de su proceso de selección de su candidato a la gubernatura. Los jaloneos y las maniobras no dejaron de lastimar la buena imagen, tan cuidadosamente labrada, de quien finalmente se alzó con el triunfo interno.
Juan Carlos Romero obtuvo un triunfo electoral contundente tras una campaña con altibajos, con demasiados esfuerzos dedicados al frente interno y a una “operación cicatriz” que distrajo demasiado, frente a un opositor priísta engallado, con un perfil más típico de los candidatos panistas –empresario y leonés . La diferencia de votos entre el ganador y su primer opositor fue más amplia que la registrada por la elección de Fox en 1995 (25.1 puntos de diferencia porcentual, contra 22.9 en la elección anterior), aunque con 5 puntos por debajo de la votación obtenida en Guanajuato por el candidato presidencial de Alianza por el Cambio.
Su enorme legitimidad, aunada al hecho de que esta sería la primera administración sexenal en casi una década, permitieron albergar la esperanza de que la planeación y la ejecución de los programas oficiales recobraría la visión de largo plazo y el sentido de trascendencia histórica. El nuevo estilo personal de gobernar de Romero Hicks, en las antípodas de su antecesor ahora en la presidencia, anunciaba una nueva época de reflexiva concepción de un modelo de desarrollo regional basado en el conocimiento inteligente de la realidad social a ser atendida. Esto nos llevó a muchos a colaborar de forma entusiasta en la elaboración participativa y democrática del nuevo plan de gobierno, que ahora no debió sustentarse en las sesudas y autoritarias consideraciones de un grupito de expertos en estrategia prospectiva, sino más bien en el sentido común de gente comprometida y participativa. A veces resultó difícil comunicarse al interior de los grupos convocados, por la disparidad de experiencias y trayectorias de los participantes, pero hay que reconocerle a esta administración su afán de extender hacia la sociedad su compromiso con el diseño del futuro rumbo compartido. Desgraciadamente el método seleccionado por los consultores fue poco menos que caótico y el procesamiento acusó problemas y contradicciones que son evidentes en los documentos básicos que se generaron y se publicaron. Sigo opinando que faltó involucrar en la fase final, ahora sí, a un grupo limitado de expertos en planificación social, económica y administrativa. No cabe duda que los intelectuales a veces sí sirven para algo.
Si el esfuerzo de planeación padeció problemas, era previsible que también se acusaran en el desempeño concreto de las diferentes áreas del gobierno. Desde la conformación de un gabinete en el que desde el principio se evidenciaron dos equipos separados, el del gobernador y el del partido, hasta los diferenciales en la experiencia de gobierno de los titulares de las diferentes áreas. Fue pronto claro que la vivencia en los claustros universitarios no era práctica suficiente para enfrentar las complejidades de un entorno político taimado, mañoso y poco inclinado al diálogo y al debate respetuoso que se acostumbra en la academia. Las buenas voluntades del gobernador y de su equipo, subrayo, de SU equipo, chocarían con las veleidades y dobles caras de los actores experimentados de la realpolitik tanto de la oposición como de su propio partido –técnicos contra rudos-. A la fecha todavía se señala –sobre todo en los medios- la falta de malicia del gobernador y de su equipo inmediato. Lo malo es que el tono es en el sentido de que esto es un defecto, más que una virtud. La moralidad bien definida y el sentido de ética personal a veces se interpreta como obstáculo para el control efectivo de los marrulleros de la política. Hay que conceder cierta pertinencia a estos juicios, pues nuevamente observamos cómo Maquiavelo se burla de Platón.
Parece claro que la gestión financiera, económica y social está en manos del equipo romerista, y no es extraño que sea en este ámbito donde la administración pueda entregar las mejores cuentas –finanzas, contraloría, desarrollo económico, desarrollo social, salud, justicia , pero el bajo control sobre el área política y de seguridad parece ser una de las razones para el crecimiento de movimientos de protesta e incluso algún brote de violencia. Las agendas políticas de los personajes encargados de las áreas no parecen coincidir mucho con la del titular del ejecutivo, y esto provoca desfases y contradicciones. En otros ámbitos, el área educativa está en el limbo y la política social no termina de definirse y trazar su raya con los proyectos foxistas, fruto más de ocurrencias que de una planeación del desarrollo.
El congreso, a pesar del fin del gobierno dividido y el amplio predominio del partido del gobernador, no ha podido acompañar suficientemente al ejecutivo y se debate en sus luchas internas por el faccionalismo que sufren los grupos parlamentarios, a lo que se unen las inexperiencias de un grupo que en las elecciones pasadas no se preparó para ganar, y otros que no se prepararon para perder.
Con sus luces y sombras, el desempeño de la administración me ha parecido aceptable y parece aprender rápido. Recordemos que cuando Carlos Medina comenzó su gestión estatal exhibió claras muestras de inexperiencia e intolerancia, pero con el tiempo fue aprendiendo a tejer política de alto nivel. Hoy Medina es uno de los mejores políticos con que cuenta Acción Nacional. Los romeristas venían curtidos con una amplia experiencia institucional, pero limitada a las aguas tranquilas de la universidad estatal. Es de esperar que su exposición a los fríos vientos de la política agreste les permita pronto aguzar sus garras y desplegar un proyecto más agresivo y propio. Como en los buenos matchs deportivos, la mejor victoria es la del que viene de menos a más.

domingo, 28 de abril de 2002

Diplomacia ranchera

La zarzuela que han representado los jefes de estado de nuestro país y la isla caribeña ha puesto en la palestra dos debates necesarios, que van más allá del folclórico anecdotario que ha adornado la confrontación entre estos dos adalides del populismo: primero, la necesidad de definir una política exterior renovada pero congruente con los mejores principios de la tradición diplomática mexicana, y segundo, el compromiso real de nuestro país en la defensa de los derechos humanos en el ámbito internacional.
En el primer rubro, es claro para mí que la administración foxista reconoce la necesidad de un aggionamento, una puesta al día del papel tradicional de México en el concierto internacional. El primer paso concreto fue el interés evidenciado por nuestro país en incorporarse al de por sí controversial y anacrónico Consejo de Seguridad de la ONU, lo que despertó una justa polémica que fue obviada en buena medida para dar cabida al enorme ego del entonces inoperante consejero de seguridad nacional, Aguilar Zínzer. La política exterior pareció teñirse con intereses más personales y coyunturales que de prioridades de Estado y de largo plazo. Pudo bien interpretarse como síntoma de un pretensioso delirio primermundista como el que le conocimos a Carlos Salinas. Ya ni siquiera se trataba del delirante liderazgo tercermundista de Echeverría, que al menos nos ubicaba entre nuestros iguales.
El claro abandono de la doctrina Estrada, la que sin duda requería de una puesta al día ante un mundo globalizado que cuestiona la soberanía de los estados, no fue correspondido con el diseño de una nueva política externa de Estado, cuyas prioridades continuasen siendo el respeto irrestricto al orden político por el que optasen los pueblos y las decisiones de política interna, y la búsqueda de mecanismos internacionales propiciatorios del bienestar social y la justicia.
Pero estamos entrando a un nuevo momento de predominio de los valores llamados “absolutos”. Ya Fox ha etiquetado a los derechos humanos como “valores absolutos”, así como muchos otros políticos de tendencia conservadora. Esto se traduce en una especie de obligatoriedad universal. Es harto preocupante que los líderes políticos vuelvan a pontificar sobre los que ellos consideran universal y “absoluto”, pues ello nos remite a las intolerancias de los fundamentalismos absolutistas que tanto daño han hecho a la humanidad, como lo fue el fascismo, el estalinismo, las cruzadas, el sionismo, el destino manifiesto, y ¡claro! el castrismo.
Los antropólogos nos hemos opuesto históricamente a estos absolutos. Los actuales derechos humanos son una respuesta defensiva dentro de un mundo industrializado ante los abusos del poder irrestricto, el racismo, la intolerancia y el sexismo. Pero no siempre ha sido así, incluso en el mundo moderno. El derecho a la vida, el más básico de los derechos humanos, no fue reconocido sino hasta el siglo XVIII, dentro de los bien conocidos Derechos del Hombre. Pero incluso hoy existen muchos estados nacionales que practican legalmente la pena de muerte, y desconocen en los hechos la universalidad del más básico de esos derechos. ¿Es entonces un valor absoluto el respeto a la vida?
Ahora aterrizando sobre el debate con Cuba sobre el voto mexicano en Ginebra, debo recordarle al lector que existen tres niveles o “generaciones” dentro de los derechos humanos: los derechos elementales a la vida, a la libertad, a la seguridad, a la equidad ante la ley y otros. En un segundo nivel están los derechos económicos, sociales y culturales, como el derecho al trabajo, a la educación y a la salud. Los de tercera generación corresponden a la autodeterminación, la independencia, la identidad nacional, la coexistencia pacífica, la justicia internacional, el patrimonio, el medio ambiente y el desarrollo con dignidad.
Nuestro país padece de fuertes rezagos en los tres niveles de derechos humanos. Día a día conocemos de abusos policiacos, de ineficacia del sistema de justicia, de asesinatos de periodistas y defensores de derechos humanos, de imposibilidad de acceso al empleo, de millones de personas que nos acceden al sistema educativo, de padecimientos de salud vinculados al subdesarrollo, de racismo contra los indígenas, sexismo, y un largo etcétera.
Cuba padece de fuertes rezagos en el ámbito de las libertades políticas e individuales, pero no así en el resto de los derechos humanos de primera, segunda y tercera generación. No hay país en América Latina que registre los niveles de alfabetización, acceso a educación superior, a los servicios de salud, a la cultura y al deporte. Todo ello en un contexto de un bloqueo soberbio e imperial que todavía hoy, liquidada la guerra fría, pasa una factura oprobiosa al pueblo cubano por el atrevimiento de haberse dado el sistema político que en su momento fue asumido por los pobres y olvidados de Cuba como el que podría rescatarlos de su oprobio.
Al gobierno mexicano se le ha olvidado este origen. Cuba no es Castro. Ni siquiera la Revolución Cubana es Castro. Cuba es un símbolo de la dignidad latinoamericana (¡qué anacrónico me oigo! ¡El bolivarianismo es una curiosidad de museo!). México también lo fue, al menos en la escena internacional. Hoy lucimos como el país recadero y lambiscón de los Estados Unidos que basa su política internacional en simulaciones y mentiras, que luego son ventaneadas gracias a la marrullería zorruna de un político con 43 años de experiencia ante la ingenuidad de los artífices de nuestra diplomacia ranchera.