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viernes, 28 de enero de 2005

Nacionalismo o seguridad: el dilema vacuo

La violencia criminal en la frontera –y en realidad en todo México— está imparable. Estamos confrontando una auténtica crisis institucional y de valores ciudadanos, donde con mayor frecuencia el Estado está siendo rebasado por las organizaciones criminales sin que haya una perspectiva realista de solución en un futuro cercano o lejano. No me cabe duda de que el oficio de salvaguardar la seguridad pública demanda una creciente profesionalización y especialización de parte de los agentes de su procuración –tropa, clases y oficialía— y de los funcionarios de alto nivel que planean la estrategia de largo aliento. Pero lo que vemos es lo contrario: policías sin capacitación, ni estímulos, ni reconocimiento social, ni perspectivas de desarrollo de largo plazo, dirigidos por un funcionariado de improvisados, que deben el puesto a la amistad con el presidente municipal, o con el gobernador, o con el presidente de la república. Viejas deudas de lealtad se pagan con secretarías y subsecretarías de seguridad pública, no por el desempeño y la capacidad demostradas a lo largo de una vida dedicada a ese campo.
El embajador Tony Garza ha vuelto a despertar las sensibilidades nacionalistas de los mexicanos. Y todo por atreverse a decir en una carta oficial lo que todos sabemos demasiado bien: que en nuestro país y su frontera cada vez hay menos seguridades para vidas y haciendas tanto de los mexicanos como de los extranjeros. Los turistas de todas las nacionalidades son asaltados o incluso asesinados tan sólo para robarles unos dólares, una cámara o una laptop. Hace ya algún tiempo el embajador japonés se expresó en términos muy similares a los que hoy usa su colega gringo. No ha pasado gran cosa desde entonces. En Tijuana, donde ahora vivo, al día 27 sumaban ya 36 los homicidios, perpetrados la mayor parte por criminales vinculados al narcotráfico. En noviembre del año pasado fueron 42 (Frontera.info dixit). Esto evidencia que las ciudades fronterizas están sustraídas del control de los tres niveles de gobierno, pues los malosos pueden matar a quien deseen sin consecuencia alguna, como se evidenció en Matamoros con la ejecución de los seis empleados del reclusorio, y en Chihuahua con la imparable acumulación de las muertas de Juárez.
Los capos de la droga se han apoderado de las prisiones mexicanas, incluso las cacareadas como de “alta seguridad”. Los operativos espectaculares, con tanques y soldados, sólo le taparán el ojo al macho durante un rato, en lo que se calma el escándalo. No podrán estar ahí todo el tiempo. Cuando los reclusorios regresen al control de civiles —funcionarios y vigilantes— las cosas volverán a ser las mismas, pues el poder corruptor del dinero es imparable, y los capos tienen mucho dinero.
Yo coincido con la preocupación del embajador Garza, y su advertencia no la tomo a mal: ese funcionario tiene la obligación de velar por la seguridad de sus paisanos, y si para ello debe presionar a un gobierno extranjero pues ni modo, debe hacerlo. El mismo comportamiento esperaría yo de un embajador o cónsul mexicano, que deben procurar por la defensa de los derechos –y entre ellos el derecho a la vida— de los mexicanos en el exterior. Lo vimos cuando el Estado mexicano se opuso a la ola de ejecuciones de presuntos delincuentes aztecas hace un par de años.
El nuestro es un nacionalismo mal entendido. Deberíamos interpretar la carta del embajador –redactada de forma respetuosa pero firme— como tomaríamos la queja de un vecino que nos señalara que sus hijos son golpeados con frecuencia cuando nos visitan. Tendría derecho a que nosotros procuráramos cambiar esa situación. De no hacerlo, nuestro vecino tendría el derecho a pedirles a sus hijos no volvernos a visitar. Además, el embajador cortésmente pregunta a los funcionarios mexicanos si hay alguna forma de que su gobierno nos ayude a cambiar esta situación. Yo aceptaría de mil amores, y pediría un apoyo importante en la capacitación de los elementos de seguridad, así como asesoría en la definición de estrategias de combate a la criminalidad. Las grandes ciudades de los Estados Unidos están registrando desde hace más de una década índices delictivos decrecientes, y considero que mucho podríamos aprender de sus experiencias.
Pero además deberíamos reconocer que el principio de Peter ya actuó desde hace rato entre muchos funcionarios de la seguridad pública. Deberíamos tener la madurez de reconocerlo y quitar al compadre o al amigo de una chamba para la cual nunca se preparó. Interpreten mi silencio.

viernes, 21 de enero de 2005

Lutos de invierno

Luego de una ausencia por motivos vacacionales, vuelvo a saludar gustoso a los lectores de Correo. Seguiremos compartiendo reflexiones a lo largo de un año que se inicia tempestuoso ¡en todos los sentidos!
Primero que nada, el dolor. Doscientos veinte mil muertos despidieron el 2004 y lo impregnaron de un halo de luto y aflicción globales. La pequeñez de la humanidad se evidenció de una forma radical: se nos olvida que como especie seguimos siendo minúsculos habitantes de un planeta vivo que se mueve y reacomoda al ritmo que imponen sus fuerzas inconmensurables. Somos bichos que podemos ser victimizados en el momento menos pensado por los fenómenos planetarios y climatológicos. De nada vale nuestra soberbia ante una naturaleza que bulle y aplasta. Es una enseñanza que debe quedar entre lo poco bueno que trajo este accidente masivo.
Segundo, el testimonio de que México y su gobierno se han quedado atrás en el concierto de la solidaridad internacional. Compartimos créditos con los Estados Unidos dentro de la lista de las naciones mezquinas y tacañas. La primera reacción del gobierno federal mexicano fue tardía y limitada: se ofreció aportar un mísero millón de dólares al esfuerzo de ayuda global. Claro, se puede argumentar que con eso se podría alimentar a cien mil personas… por un día. Los gringos, con una economía 30 veces más grande que la nuestra, parecieron ser escrupulosamente proporcionales a la tacañería mexicana y ofrecieron 35 millones, para verse de inmediato en el ridículo cuando Japón ofreció, de primera instancia, 500 millones. Los países agarrados como el nuestro han tratado de componer las cosas con posterioridad, y para pronto a alguien se le ocurrió enviar al Asia a dos viejos buques cargueros de la armada mexicana, cargados con provisiones y enseres de emergencia, que tardarán un mes en llegar a su destino, ya cuando los lodos de las inundaciones se hayan secado y las epidemias estén incontrolables.
Nuevamente, como siempre sucede en tiempos de desastres, nos volvemos a preguntar: ¿existe realmente un sistema de emergencias en nuestro país? ¿Cómo responderíamos ante un drama como el asiático en caso de que nos pegara en nuestras costas? Me quiero imaginar a una población como la de Acapulco, que ya suma un millón de habitantes, si se viera afectada por un tsunami. ¿Tendríamos la capacidad para enfrentar una desgracia masiva? ¿Existen previsiones dentro de un atlas nacional de riesgos que nos garanticen la existencia de estrategias de respuesta pronta? ¿Podríamos aprovechar de forma sabia la solidaridad internacional? Porque recordemos que durante los desastres de septiembre de 1985, el estado mexicano quiso rechazar cualquier ayuda foránea en un desplante de nacionalismo estúpido.
Por otro lado, el clima mundial está desbocado. Yo no sé si es correcto echarle la culpa al calentamiento global, a la corriente del niño, a las manchas solares o bien a que no queremos aceptar que siempre hay que prepararse ante lo azaroso. Dice la ley de Morphy: “lo que puede suceder, sucederá”.
En lo personal me tocó sufrir una experiencia escalofriante hace un par de semanas cuando, de regreso de pasar las fiestas con mi familia en Stockton, California, casi quedo atrapado por una tormenta de nieve en la sierra nevada. La carretera más importante de ese estado, la interestatal 5, había sido cerrada debido al clima, y se me hizo fácil tomar una carretera secundaria, la 33, para llegar a Ventura y de ahí a Los Angeles. Nunca en mi vida he visto tanta nieve acumulada a los costados de una carretera. Las llantas escuetas de mi carro citadino, que orgulloso porta placas guanajuatenses, resbalaban sobre una blanca carretera cristalizada por el hielo. El susto no fue menor, y lo único que me permitió salir del atolladero fue pegármele a un trailer y rodar sobre sus huellas durante cuatro horas, que es lo que tardé en recorrer 60 millas congeladas. Al día siguiente los noticieros reportaron que no se recordaban nevadas como esas en los últimos 25 años. El meteoro ocasionó varias docenas de muertos por accidentes, por frío o por los deslaves como el de La Conchita, que sepultó a más de una docena de personas un par de días después de que yo había circulado por ahí.
En fin, primera enseñanza del año: cobremos conciencia de nuestra insignificancia planetaria y preparémonos para enfrentar lo mejor posible las desgracias, con su carácter inevitable y fortuito. Y por hoy profundicemos nuestra solidaridad con los hermanos asiáticos.