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viernes, 23 de abril de 2004

El pleito del agua I

La cuestión del agua será siempre un elemento de conflicto potencial entre los conjuntos sociales. En nuestro país, que se caracteriza por la distribución desequilibrada de su población en función de la disponibilidad del recurso, este tipo de problemáticas apuntan a verse incrementadas en el futuro. En Guanajuato la escasez crónica del agua pronto obligará a la adopción de medidas de corte autoritario, haciendo a un lado el prurito democrático y participativo que hoy aqueja a la política del agua. Ya se asomó este cariz autoritario en la amenaza velada que contenía el reciente anuncio presidencial, en el sentido de que si las dos entidades que hoy se bronquean por el asunto de Chapala no logran ponerse de acuerdo, entonces los recursos federales, cinco miles de millones, se irían para otro lado donde sí supieran construir acuerdos.
No es por accidente que el término “rivalidad” tiene su raíz etimológica en el vocablo latino “riviera” que significa “río”. El agua siempre dividirá a los hombres, por su enorme valor de uso. Hoy día, con un mundo confrontado con los requerimientos de la sustentabilidad y la racionalidad ambientalista, el buen uso del agua se presenta como uno de los condicionantes para garantizar nuestra supervivencia como especie en el plazo casi inmediato (¡cien años a lo más!).
El arte de la política debe desplegarse con el máximo de sus virtudes si queremos construir en el centro occidente mexicano una región más amable y viable para el desarrollo social. La escasez de agua obliga a ejercitar el máximo de nuestra imaginación y construir de forma realista una salida a un problema que forzosamente debe ser resuelto. Lo contrario significaría el hundimiento ecológico de la zona y su colapso demográfico y económico. Hay demasiado en riesgo como para arriesgarse a no cimentar esas soluciones.
Las bravuconerías jaliscienses (¡Jalisco nunca pierde y si pierde arrebata!, diría el borracho bravucón) deben ser contrarrestadas con el buen juicio y la prudencia guanajuatenses (no por nada presumimos de ser la “Atenas de por acá” y de ser los artífices de la política civilista). A esta prudencia, nuestro gobernador ha añadido la frialdad de su mentalidad calculadora y racional (aunque a veces exagera), y le apuesta a que la sensatez se impondrá (tal vez literalmente) al final del camino. Ya sea con el proyecto Río Verde o con el Santa María (espléndida idea de Juani Torres Landa), Guanajuato deberá encontrar fuentes alternas para aprovisionarse y fundar su desarrollo para el siglo XXI. La confrontación y el chantaje deberán caer por su propio peso, y al final el que pierde es el que se enoja.
Sin embargo, seguiremos insistiendo en que cuando un recurso es escaso, la mejor solución no es adquirirlo a toda costa, incluso con el riesgo de empobrecer otras regiones (como sucedió con el valle de Almoloya en el alto Lerma, cuando el DF se llevó prácticamente toda su agua en los setenta). Lo mejor y más económico (en términos monetarios y ecológicos) es aprovechar mejor el volumen disponible y atajar el desperdicio. ¡Y vaya que desperdiciamos el agua en México! No es racional que un país semiesértico siga dedicando, en su región del altiplano, el 85% de sus volúmenes de agua al riego agrícola, que para colmo aún está muy pobremente tecnificado. El derroche es enorme y contrasta con lo cruento de las carencias urbanas. Debemos bajar esa proporción mediante la adopción de métodos modernos de ahorro del agua de riego, a la manera como lo implementó Israel desde hace tres décadas. Eso liberaría volúmenes muy importantes que podrían dejarse en el subsuelo (para detener el abatimiento de los mantos) y para usos urbanos y recreativos. Podríamos, mediante esta economía, incrementar los cuerpos de agua y los flujos superficiales, tanto incluso como para cubrir nuestras cuotas con Chapala. No es irreal. Es posible recuperar nuestros depósitos acuícolas si radicalizamos las medidas de conservación. Pero eso puede requerir un profundo cambio de actitud cívica y gubernamental, antes de que nos veamos obligados a imponer las medidas necesarias por la fuerza y mediante el autoritarismo, del que nadie se quiere acordar. Pero puede que en un futuro cercano no haya de otra.

viernes, 16 de abril de 2004

Imperialismo y política internacional

La política internacional es, con demasiada frecuencia, un campo de acción donde priva la ley de la selva, la irracionalidad y la hipocresía más abyecta. Si en el ámbito de las políticas domésticas de las naciones, la competencia entre los inevitables grupos de interés rivales puede allanarse mediante el marco constitucional con su aparato legal y de justicia, en el nivel supraestatal se carece de referenciales y puntos de apoyo normativos que garanticen una relación entre las naciones más o menos armónica y legítima. La fuerza se impone por sobre la razón y los estados más fuertes se imponen sobre los más débiles. Contrasta que la diplomacia haya desarrollado todo un aparato de recursos simbólicos que pretende lubricar las asperezas verbales entre los líderes y representantes de las naciones, y al mismo tiempo cultive el doble lenguaje, el pragmatismo hipócrita y el desdén por los valores éticos.
En esta semana hubo dos sucesos internacionales que obligan a la reflexión: primero, que el imperio americano decidió darle su espaldarazo abierto al sionismo expansivo que defiende el estado de Israel, y ha legitimado en los hechos las conquistas militares sobre territorios palestinos, como Cisjordania, donde se han asentado “a la mala” miles de familias israelíes que con su presencia hacen posible esta política de “hechos consumados”. En segundo lugar, se confirmó la condena a Cuba en las Naciones Unidas con el pretexto del respeto a los derechos humanos, ahora con el lamentable aval mexicano. A estos dos sucesos habría que sumar la buena noticia de la semana pasada, cuando supimos que México ganó su pleito legal contra los Estados Unidos en la Corte Internacional de La Haya, en torno al caso de los 52 mexicanos condenados a muerte en diferentes estados norteamericanos.
Son estos casos contrastantes, pero que confirman nuestra visión pesimista sobre el futuro de las relaciones internacionales, marcadas cada vez más por el afán de imponer los intereses del más fuerte pos sobre los derechos de los débiles. Por ejemplo, en el caso del juicio ganado en La Haya cabe felicitarse por el excelente desempeño de los representantes legales del gobierno mexicano, pero también debemos ser realistas y reconocer que fue una victoria moral, pero inefectiva. Los Estados Unidos continúan sin reconocerle a la Corte Internacional jurisdicción alguna sobre sus asuntos domésticos, por lo que no es posible esperar que haya alguna reconsideración de esos casos, ya juzgados en cortes legales que con frecuencia ignoran las obligaciones que ha contraído su país al firmar acuerdos internacionales, como el que obliga a los gobiernos a dar noticia a los consulados sobre la detención de los ciudadanos extranjeros. La prepotencia de la justicia norteamericana no permitió a nuestros paisanos (no importa que sean delincuentes) el ejercicio pleno de sus derechos.
Lo de Cuba es una vacilada. Es cierto que en la isla no se respetan los derechos políticos que el mundo liberal quiere imponer como “valores universales”, pero también es cierto que antes de señalar la paja en el ojo ajeno hay que reconocer la viga en el propio (Jesús dixit): ni México ni los Estados Unidos tienen la calidad moral para demandar ese respeto, cuando el primer país sigue siendo denunciado por Amnistía Internacional por su ineficiente aparato de justicia, además de que tiene sumido en la miseria a 52 millones de sus habitantes (Josefina Vázquez dixit), y el segundo se niega a dar el estatus de prisioneros de guerra a los centenares de afganos que tiene entambados en el campo de concentración de Guantánamo.
Y de los israelíes ni qué decir. Mantienen en estado de sitio a todo un pueblo, reconstruyen el muro de Berlín, asesinan impunemente a los líderes palestinos y agitan el avispero del terrorismo, que desgraciadamente se ha convertido en el único recurso de resistencia de los débiles ante la ley de la selva internacional. Lo peor del caso es que en este escenario de agravios mutuos los que pagan el pato son los inocentes que pierden la vida en los atolondrados ataques de ambas partes mediante el terrorismo guerrillero o el de estado.
Qué olvidado ha quedado Hugo Grocio, pensador holandés del siglo XVII considerado padre del derecho internacional, que defendió la idea de que los estados nacionales deben ser tratados como entidades iguales, garantes de su propia soberanía. La ética social implícita en su propuesta suena hoy hueca y anacrónica, tanto como la visión optimista del futuro que quisimos recrear a partir del arranque del tercer milenio.