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viernes, 21 de julio de 2006

Guerra y odio

Nuevamente el horizonte internacional se oscurece a consecuencia del odio y la guerra. Otra vez son los israelitas y los palestinos los que nos quitan el sueño. Al polvorín del oriente medio se le arrima la centella encendida del conflicto inveterado entre dos de los pueblos que más se odian entre sí. Y es un rencor que ya ha acumulado más de un siglo de embrollos y desencuentros, hasta convertirse en el ejemplo paradigmático de lo que el muy conservador Samuel Huntington llamó el “choque de civilizaciones”, el futuro que se asoma desde el siglo XXI . La cultura oriental islámica, encerrada en sí misma, orgullosa de su pasado brillante, enriquecida y empobrecida por los veneros del petróleo, se ve sujeta a humillaciones recurrentes por parte del enclave occidental israelita, moderno, desarrollado, ensoberbecido por el poder del dinero y de las armas, y convencido de ser el pueblo elegido -otro más- de Dios. Ambos pueblos parten de sendos errores en la concepción propia y del otro. Por eso la diferencia sólo la establecen las enormes disparidades en cuanto a sus capacidades bélicas y económicas. Ambos basan su derecho a existir en legados escriturados por el pasado milenario, pero por lo mismo se los niegan mutuamente y generan sus propios fundamentalismos. Para poder existir uno, el otro debe desaparecer de la vista, incluso fenecer.
La compleja historia del sionismo -otra forma de racismo, como lo consideró la ONU en 1975- nos lleva a preguntarnos si los pueblos pueden asumir derechos contemporáneos a partir de sucesos del pasado lejano, entre ellos la potestad sobre tierras y espacios. Si así fuera, el mundo actual sería ingobernable, pues cualquier grupo social podría desempolvar derechos ancestrales sobre dominios que considerara “usurpados”. México, por ejemplo, argüiría derechos sobre siete de los estados de la Unión Americana, y la lista de reclamos sería tan interminable como absurda.
Los palestinos tienen derecho a vivir y sobrevivir en los territorios que la comunidad internacional le ha reconocido a su Estado soberano. Las guerras y la violencia no pueden ser asumidas como medios legítimos para imponer decisiones políticas de los países con vocaciones imperiales. El derecho a existir de Israel debe ser reconocido como producto de los imperativos de la historia, pero siempre y cuando el Estado israelita reconozca a su vez el derecho de los palestinos a poseer un espacio propio, con la misma jerarquía de sus vecinos árabes, judíos y gentiles.
Dos guerras cruentas sustentaron el derecho -autoasignado- de Israel a la mayor parte del territorio que hoy ocupa: la de 1948 -inmediatamente después que nació como producto de una resolución de la ONU- y la de 1967, cuando barrió con sus vecinos árabes. A partir de entonces miles de palestinos se vieron obligados a refugiarse en los países vecinos y a iniciar su propia diáspora, muy a la manera de la que experimentaron los judíos dos mil años antes. Incomprensiblemente un pueblo que ha sufrido tanto como el judío, no ha parado en mientes para sojuzgar a un pueblo más débil y someterlo al suplicio de la carencia de un territorio propio y soberano. Varios millones de colonos judíos, procedentes de todo el mundo -incluso México- han poblado el territorio palestino y fortalecido a la nueva nación, que hoy se cuenta entre las más acaudaladas del mundo. Llama la atención que cualquier judío, sin importar sus orígenes, tiene derecho automático a la ciudadanía israelí; pero a los palestinos, incluso los nacidos dentro de las fronteras del nuevo país, son discriminados, negados sus derechos elementales y tratados como extranjeros o criminales.
Esta guerra no será diferente a las previas. Refrendará el poderío bélico de Israel y confirmará la sujeción y la humillación perenne de los palestinos, y con ellos la de los pueblos pobres y débiles del mundo, entre ellos el nuestro. Nosotros ya tenemos a la guardia nacional norteamericana resguardando la frontera -línea que ellos mismos nos impusieron luego de otra guerra injusta en 1848-, con muros y tecnología de punta que recuerda mucho a la tapia que divide a Israel de los territorios palestinos ocupados. En ambos casos hay racismo, xenofobia y odio irracional -medio disimulado en nuestro caso-. En ambos hay ignorancia y hay violencia. Hay culturas, costumbres y religiones diferentes. Hay un “choque de civilizaciones” que condujo a Huntington a escribir otro libro, pero ahora para angustiarse por el futuro de su propia civilización anglosajona y protestante, ante el arribo de las hordas de grasientos hispanos, y así preguntarse: ¿quiénes somos?

viernes, 14 de julio de 2006

Descalificaciones interesadas

A casi dos semanas de que 42 millones de ciudadanos mexicanos acudimos a votar en las más de 130 mil casillas en todo el país, el debate mediático y político sobre los resultados presidenciales permanece abierto, propiciado por los alegatos interesados de parte de algunas fuerzas partidistas que no obtuvieron la mayoría simple de votos. La escasa diferencia entre el candidato ganador y el que le sigue (“escasa” en términos relativos, pues en los absolutos significa el voto de 245 mil ciudadanos, ¡tres cuartos de la lista electoral de Baja California Sur!), impulsa la estrategia de descalificar el proceso para así abonar a la causa partidista. Esto puede ser entendible, pero esta descalificación nos está afectando ya a los ciudadanos apartidistas (que no apolíticos) que colaboramos de forma entusiasta y desinteresada en el seguimiento, la supervisión y el desarrollo del proceso electoral.
Se está llegando al extremo de cuestionar nuestro trabajo y con ello a la propia calidad ciudadanizada del IFE. A nivel nacional fuimos más de dos millones de ciudadanos: cerca de un millón como funcionarios de casilla (521 mil titulares y 400 mil suplentes), 24 mil observadores electorales, 2,324 como consejeros electorales locales y distritales, y 1.3 millones como representantes de los partidos y coaliciones. El trabajo fue voluntario y no se percibió honorario alguno, excepto la dieta de asistencia que la ley asigna a los consejeros.
No debo continuar estas notas sin dejar algo plenamente establecido: no emprendo una defensa apriorística y acrítica del IFE y de los resultados a los que llegamos al término de los cómputos distritales. Como cualquier institución, es tan falible como cualquier otra, pues la conforman personas. Sin embargo el IFE ha hecho suya la defensa de la democracia electoral y ha profesionalizado su acción hasta el punto en que se dejan muy pocos resquicios (si es que los hay) a la posibilidad de alterar los resultados. Todos los partidos cuentan con los medios legales para impugnar procedimientos y resultados desde el mismo día de la votación. Y su vigilancia abarca todos los espacios necesarios. Lo mismo hacemos los representantes ciudadanos.
Nos ha costado a los mexicanos muchos años y muchísimo dinero contar con una institución electoral confiable, que nos permita transitar sin sobresaltos por las ortigas de la competencia política. No podemos darnos el lujo de echar por la borda un esfuerzo comunitario que ha permitido que la nueva generación de votantes no recuerde los fraudes tan comunes hace 15 ó 20 años.
Debo dejar bien clara mi posición personal. Ya he dicho en este espacio que no voté ni concuerdo con las banderías ideológicas del candidato presidencial que se perfila como ganador (no hay “presidente electo” hasta que el Trife califique la elección). Pero esto no obnubila mi convicción de que en la democracia gana quien obtenga más votos de los ciudadanos, y no aquél que movilice más fuerzas en las calles o se asuma como el poseedor de la verdad absoluta. Yo me considero una persona con ideología socialdemócrata y liberal, es decir de izquierda moderada, lo que me aproxima a las querencias del candidato quejoso. Pero como consejero electoral nunca he permitido que mis simpatías íntimas se proyecten en mi actuar legal e institucional ante el proceso que se me ha encomendado supervisar en el estado de Guanajuato. Y la tarea es simple: hay que velar por que los votos (¡todos los votos!) cuenten y se cuenten, solamente eso.
He participado en varios debates vía listas de discusión en Internet y en entrevistas con los medios, donde incluso he sido cuestionado por mi presunta “traición” a causas superiores, como es la justicia social y el bienestar para los pobres. Hasta en mi familia he enfrentado algunos desconciertos por mi posición. Pero he tratado de explicar que la causa que hoy defiende el IFE es incluso superior a los compromisos solidarios con la equidad social. Se trata de la causa de la legalidad, la certidumbre y la convivencia civilizada. En el momento de contar votos no interesan programas ideológicos, pues para eso están los partidos. Si mi interés estuviese ligado a banderas ideológicas, yo debería estar involucrado con el partido que mejor las representase, no con una institución que se asume incolora.
Si por “democracia” asumimos la búsqueda de la justicia social, entonces estaríamos desbordando la tradicional acepción liberal. Entonces sí cabría preguntarnos si las elecciones deberían ser plebiscitarias (como en Cuba y los antiguos países socialistas) y no como mero mecanismo inocuo de selección de individuos y plataformas. Yo mejor me quedo con el modelo aséptico, el que carece de adjetivos y que al final le reconoce el triunfo a la opción que sencillamente se llevó más votos, sea de derecha o de izquierda. Creo que esa es la opción que nos propone el actual modelo constitucional mexicano, del que se desprende el IFE y el COFIPE. En esto sostengo mi compromiso.

viernes, 7 de julio de 2006

Precisiones electorales

La intensidad de las campañas presidenciales, su polarización y virulencia, se tradujo en una competitividad electoral nunca antes vista en el país. Todo apunta a que el candidato ganador aventajará a su rival más cercano en un punto porcentual o menos. Fue un final de fotografía, como dicen en el hipódromo. Precisamente por esta intensidad y lo novedoso del fenómeno, muchos ciudadanos han dado oídos a rumores y afirmaciones interesadas que tratan de poner en duda la confiabilidad del aparato electoral mexicano, que regentea el IFE. Por ejemplo, mucha gente ha confundido el PREP (Programa de Resultados Electorales Preliminares) del lunes con los datos oficiales y definitivos, que en realidad se generarían a partir del miércoles. En las elecciones presidenciales de 2000 y 1994 los resultados fueron tan contundentes que la opinión pública se satisfizo con los datos del PREP y ya no hizo el menor caso del conteo definitivo. En esta ocasión este instrumento ha sido duramente cuestionado por partidos y candidatos, y se ha querido difundir la idea interesada de que (“miente que algo queda”) el PREP fue manipulado para garantizarle el triunfo a Felipe Calderón, y escamoteárselo a López Obrador. Incluso se ha afirmado que se “desaparecieron” más de dos millones de votos, lo que ya ha sido bien aclarado por el IFE.
Se aprovecha la memoria corta del ciudadano común. Baste decir que en la elección presidencial del año 2000 el PREP llegó a procesar solamente el 93% de las actas. En este año se procesó un 98.5%. En aquel entonces ese instrumento exhibió una ventaja del ganador sobre el segundo lugar de 6.9 puntos. Los datos definitivos marcaron 6.6% de votos por Fox sobre los de Labastida. En este año el PREP cerró computando 14 millones votos para el candidato del PAN (36.4%) contra 13.6 millones (35.3%) de la Alianza para el Bien de Todos, lo que representa una diferencia de 1.04 puntos. Los datos definitivos apuntan a confirmar esa cantidad, o ligeramente menos.
El operativo de la Alianza para el Bien de Todos para dar la apariencia de que su candidato llevaba una ventaja sustantiva sobre el del PAN desde el inicio, tuvo finalidades políticas y pragmáticas claras. Es normal y entendible, y se hace en todo el mundo. Pero el IFE, la autoridad electoral, no podía caer en el juego impuesto por los partidos. Por eso nosotros, los consejeros electorales del IFE (los consejeros generales, locales y distritales), es decir el componente ciudadano del instituto, nos apegamos estrictamente a lo que marca en el COFIPE y así pudimos desarrollar las sesiones de cómputo definitivo con absoluto apego a la norma y a la ética. Las demandas de los representantes de los partidos fueron atendidas cuando procedían legalmente, pero no así cuando se plantearon despropósitos, como el de abrir todos los paquetes electorales sencillamente para darle “certeza” al proceso. El principio de certidumbre no es superior al de legalidad. Por esta razón todos los presidentes de los consejos y todos los consejeros ciudadanos denegaron sistemáticamente las peticiones de apertura que no tuviesen fundamento. Esto tensó el ambiente, generó interminables y reiterados debates, y como consecuencia las sesiones se alargaron inútilmente. Los perpetradores abusaron y se ignoró a la función auténtica de los consejos. Afortunadamente el IFE no cayó en el garlito, y al final se produjeron resultados transparentes y avalados por todos (o casi todos) los miembros de los consejos. Fue molesto y agobiante, pero así es la democracia, lo entendemos.
Yo confieso que la opción ganadora no fue por la que yo voté, pero sin duda fue la que se llevó la mayoría simple de votos y su triunfo merece ser reconocido por todos. A reserva de lo que diga el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, podemos afirmar que “Presidente habemus”. Esto se acabó y ahora hay que pasar a otra cosa. Debemos apoyar con todo al nuevo titular del ejecutivo a partir de su toma de posesión. Hay asuntos mucho más importantes qué atender para sacar adelante a nuestro país. Bienvenida la generosidad y humildad de los ganadores y elogiemos la cordura y entereza de los “perdedores” (nunca hay perdedores en la lid democrática). Felicitémonos por la transparencia del proceso, ya que México se ubica definitivamente entre los países con mejores procedimientos democrático-electorales. Ojalá que Andrés Manuel López Obrador haga gala de su acendrado patriotismo y que colabore, como lo ha hecho, en la construcción de un país mejor, pero ahora desde nuevas trincheras. Felicidades a todos.