La política internacional es, con demasiada frecuencia, un campo de acción donde priva la ley de la selva, la irracionalidad y la hipocresía más abyecta. Si en el ámbito de las políticas domésticas de las naciones, la competencia entre los inevitables grupos de interés rivales puede allanarse mediante el marco constitucional con su aparato legal y de justicia, en el nivel supraestatal se carece de referenciales y puntos de apoyo normativos que garanticen una relación entre las naciones más o menos armónica y legítima. La fuerza se impone por sobre la razón y los estados más fuertes se imponen sobre los más débiles. Contrasta que la diplomacia haya desarrollado todo un aparato de recursos simbólicos que pretende lubricar las asperezas verbales entre los líderes y representantes de las naciones, y al mismo tiempo cultive el doble lenguaje, el pragmatismo hipócrita y el desdén por los valores éticos.
En esta semana hubo dos sucesos internacionales que obligan a la reflexión: primero, que el imperio americano decidió darle su espaldarazo abierto al sionismo expansivo que defiende el estado de Israel, y ha legitimado en los hechos las conquistas militares sobre territorios palestinos, como Cisjordania, donde se han asentado “a la mala” miles de familias israelíes que con su presencia hacen posible esta política de “hechos consumados”. En segundo lugar, se confirmó la condena a Cuba en las Naciones Unidas con el pretexto del respeto a los derechos humanos, ahora con el lamentable aval mexicano. A estos dos sucesos habría que sumar la buena noticia de la semana pasada, cuando supimos que México ganó su pleito legal contra los Estados Unidos en la Corte Internacional de La Haya, en torno al caso de los 52 mexicanos condenados a muerte en diferentes estados norteamericanos.
Son estos casos contrastantes, pero que confirman nuestra visión pesimista sobre el futuro de las relaciones internacionales, marcadas cada vez más por el afán de imponer los intereses del más fuerte pos sobre los derechos de los débiles. Por ejemplo, en el caso del juicio ganado en La Haya cabe felicitarse por el excelente desempeño de los representantes legales del gobierno mexicano, pero también debemos ser realistas y reconocer que fue una victoria moral, pero inefectiva. Los Estados Unidos continúan sin reconocerle a la Corte Internacional jurisdicción alguna sobre sus asuntos domésticos, por lo que no es posible esperar que haya alguna reconsideración de esos casos, ya juzgados en cortes legales que con frecuencia ignoran las obligaciones que ha contraído su país al firmar acuerdos internacionales, como el que obliga a los gobiernos a dar noticia a los consulados sobre la detención de los ciudadanos extranjeros. La prepotencia de la justicia norteamericana no permitió a nuestros paisanos (no importa que sean delincuentes) el ejercicio pleno de sus derechos.
Lo de Cuba es una vacilada. Es cierto que en la isla no se respetan los derechos políticos que el mundo liberal quiere imponer como “valores universales”, pero también es cierto que antes de señalar la paja en el ojo ajeno hay que reconocer la viga en el propio (Jesús dixit): ni México ni los Estados Unidos tienen la calidad moral para demandar ese respeto, cuando el primer país sigue siendo denunciado por Amnistía Internacional por su ineficiente aparato de justicia, además de que tiene sumido en la miseria a 52 millones de sus habitantes (Josefina Vázquez dixit), y el segundo se niega a dar el estatus de prisioneros de guerra a los centenares de afganos que tiene entambados en el campo de concentración de Guantánamo.
Y de los israelíes ni qué decir. Mantienen en estado de sitio a todo un pueblo, reconstruyen el muro de Berlín, asesinan impunemente a los líderes palestinos y agitan el avispero del terrorismo, que desgraciadamente se ha convertido en el único recurso de resistencia de los débiles ante la ley de la selva internacional. Lo peor del caso es que en este escenario de agravios mutuos los que pagan el pato son los inocentes que pierden la vida en los atolondrados ataques de ambas partes mediante el terrorismo guerrillero o el de estado.
Qué olvidado ha quedado Hugo Grocio, pensador holandés del siglo XVII considerado padre del derecho internacional, que defendió la idea de que los estados nacionales deben ser tratados como entidades iguales, garantes de su propia soberanía. La ética social implícita en su propuesta suena hoy hueca y anacrónica, tanto como la visión optimista del futuro que quisimos recrear a partir del arranque del tercer milenio.
Artículos de coyuntura publicados por Luis Miguel Rionda Ramírez en medios impresos o electrónicos mexicanos.
Antropólogo social. Profesor titular de la Universidad de Guanajuato y de posgrado en la Universidad DeLaSalle Bajío, México. Exconsejero electoral en el INE y el IEEG.
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