La violencia criminal en la frontera –y en realidad en todo México— está imparable. Estamos confrontando una auténtica crisis institucional y de valores ciudadanos, donde con mayor frecuencia el Estado está siendo rebasado por las organizaciones criminales sin que haya una perspectiva realista de solución en un futuro cercano o lejano. No me cabe duda de que el oficio de salvaguardar la seguridad pública demanda una creciente profesionalización y especialización de parte de los agentes de su procuración –tropa, clases y oficialía— y de los funcionarios de alto nivel que planean la estrategia de largo aliento. Pero lo que vemos es lo contrario: policías sin capacitación, ni estímulos, ni reconocimiento social, ni perspectivas de desarrollo de largo plazo, dirigidos por un funcionariado de improvisados, que deben el puesto a la amistad con el presidente municipal, o con el gobernador, o con el presidente de la república. Viejas deudas de lealtad se pagan con secretarías y subsecretarías de seguridad pública, no por el desempeño y la capacidad demostradas a lo largo de una vida dedicada a ese campo.
El embajador Tony Garza ha vuelto a despertar las sensibilidades nacionalistas de los mexicanos. Y todo por atreverse a decir en una carta oficial lo que todos sabemos demasiado bien: que en nuestro país y su frontera cada vez hay menos seguridades para vidas y haciendas tanto de los mexicanos como de los extranjeros. Los turistas de todas las nacionalidades son asaltados o incluso asesinados tan sólo para robarles unos dólares, una cámara o una laptop. Hace ya algún tiempo el embajador japonés se expresó en términos muy similares a los que hoy usa su colega gringo. No ha pasado gran cosa desde entonces. En Tijuana, donde ahora vivo, al día 27 sumaban ya 36 los homicidios, perpetrados la mayor parte por criminales vinculados al narcotráfico. En noviembre del año pasado fueron 42 (Frontera.info dixit). Esto evidencia que las ciudades fronterizas están sustraídas del control de los tres niveles de gobierno, pues los malosos pueden matar a quien deseen sin consecuencia alguna, como se evidenció en Matamoros con la ejecución de los seis empleados del reclusorio, y en Chihuahua con la imparable acumulación de las muertas de Juárez.
Los capos de la droga se han apoderado de las prisiones mexicanas, incluso las cacareadas como de “alta seguridad”. Los operativos espectaculares, con tanques y soldados, sólo le taparán el ojo al macho durante un rato, en lo que se calma el escándalo. No podrán estar ahí todo el tiempo. Cuando los reclusorios regresen al control de civiles —funcionarios y vigilantes— las cosas volverán a ser las mismas, pues el poder corruptor del dinero es imparable, y los capos tienen mucho dinero.
Yo coincido con la preocupación del embajador Garza, y su advertencia no la tomo a mal: ese funcionario tiene la obligación de velar por la seguridad de sus paisanos, y si para ello debe presionar a un gobierno extranjero pues ni modo, debe hacerlo. El mismo comportamiento esperaría yo de un embajador o cónsul mexicano, que deben procurar por la defensa de los derechos –y entre ellos el derecho a la vida— de los mexicanos en el exterior. Lo vimos cuando el Estado mexicano se opuso a la ola de ejecuciones de presuntos delincuentes aztecas hace un par de años.
El nuestro es un nacionalismo mal entendido. Deberíamos interpretar la carta del embajador –redactada de forma respetuosa pero firme— como tomaríamos la queja de un vecino que nos señalara que sus hijos son golpeados con frecuencia cuando nos visitan. Tendría derecho a que nosotros procuráramos cambiar esa situación. De no hacerlo, nuestro vecino tendría el derecho a pedirles a sus hijos no volvernos a visitar. Además, el embajador cortésmente pregunta a los funcionarios mexicanos si hay alguna forma de que su gobierno nos ayude a cambiar esta situación. Yo aceptaría de mil amores, y pediría un apoyo importante en la capacitación de los elementos de seguridad, así como asesoría en la definición de estrategias de combate a la criminalidad. Las grandes ciudades de los Estados Unidos están registrando desde hace más de una década índices delictivos decrecientes, y considero que mucho podríamos aprender de sus experiencias.
Pero además deberíamos reconocer que el principio de Peter ya actuó desde hace rato entre muchos funcionarios de la seguridad pública. Deberíamos tener la madurez de reconocerlo y quitar al compadre o al amigo de una chamba para la cual nunca se preparó. Interpreten mi silencio.
Artículos de coyuntura publicados por Luis Miguel Rionda Ramírez en medios impresos o electrónicos mexicanos.
Antropólogo social. Profesor titular de la Universidad de Guanajuato y de posgrado en la Universidad DeLaSalle Bajío, México. Exconsejero electoral en el INE y el IEEG.
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