Se dice que la democracia es un sistema político que nos permite contar cabezas sin cortarlas. Totalmente cierto. Gracias a este esquema de construcción de acuerdos es que hoy día la complejísima y abultada sociedad humana ha podido sobrevivir sin demasiados conflictos. Subrayo el concepto de demasía, porque es indudable que continuamos padeciendo lances y embrollos que en ocasiones se transforman en conflagraciones y pugnas de gran envergadura, como el conflicto social que hoy vemos en París, en Francia y en otros lugares de Europa. Cuando la democracia deja fuera a conjuntos importantes del complejo social, como es el caso de los jóvenes y los trabajadores originarios del África y de los países árabes, no es extraño que el sentimiento de exclusión y sujeción se desfogue por las vías violentas. Ya lo vimos en Los Angeles con los disturbios en Watts a fines de los ochenta; lo testimoniamos con la intifada (“guerra de piedras”) palestina en 1987; lo experimentamos en Chiapas con el levantamiento zapatista en 1994; con las diversas sublevaciones étnicas en Europa del este luego de la caída del muro de hierro, y ahora con prístina claridad en la ciudad de las luces (y las sombras).
Tuve la oportunidad de vivir durante un periodo de mi adolescencia en París, a fines de los años setenta. Ahí estudié un par de semestres de mi carrera de antropología y también un año de sociología. Esto último en la universidad de Vincennes (Paris VIII), en donde se concentró el profesorado y el estudiantado más crítico y rebelde, productos directos del agitado mayo de 1968. Era un espacio propicio para acoger a estudiantes extranjeros pobres, o bien a hijos de inmigrantes. Además me tocó vivir en el norte de la ciudad, en la Place d’Anvers, muy cerca del empobrecido Barbés Rochechouart, la zona donde se concentra una enorme proporción de inmigrantes musulmanes. Fue en esos espacios donde pude percibir de primera mano el clima de inconformidad y rebeldía latente que ya se gestaba entre las comunidades marginales de la urbe parisina. Los estudiantes de origen islámico, así como los africanos subsaharianos, experimentaban en carne propia las injusticias de un régimen político que no solamente los ignoraba, sino que también aplicaba políticas discriminatorias y medidas represivas ante una población “diferente” que estaba cambiando rápidamente el perfil cultural, racial y demográfico de la sociedad francesa. La intolerancia iba en aumento. Pronto florecieron los movimientos de ultraderecha formados por otros jóvenes, sobre todo punks, skinheads y neonazis que provocaron andanadas de violencia racista y xenófoba que pusieron en evidencia la hipocresía de una colectividad que se beneficiaba del trabajo de los inmigrantes pero que los rechazaba por su origen y su apariencia.
Los jóvenes que hoy han puesto contra la pared al aparato de seguridad francés son producto de décadas de descontento y rencor reprimido. Son los hijos rebeldes de los discriminados trabajadores que un día se trasladaron desde las viejas colonias francesas africanas hacia la tierra promisoria de la Europa comunitaria. Han querido compartir los beneficios del desarrollo y encontrar las oportunidades que se les negaron en sus países. Pero que irónicamente han encontrado, junto con empleo y mejores medios de vida, un clima de rechazo y segregación que cotidianamente les recuerda que no forman parte de la gran Europa y la “belle société française”. Es por ello que estos excluidos han formado enclaves islámicos en el norte de la ciudad capital, así como en muchos otros arrabales de las ciudades francesas y europeas donde reproducen los usos culturales y las redes sociales que les permiten sobrevivir en un entorno hostil. No es accidental que sea ahí donde se ha desatado la violencia irracional y destructiva que está afectando sobre todo a inocentes y a las clases medias, que ven destrozados sus patrimonios familiares por las turbas de rapazuelos de piel oscura. No me extrañaría que con esto se empeorara la situación de la población inmigrante, pues se reforzarán los sentimientos de racismo, exclusión y xenofobia.
Difícilmente esta situación encontrará una solución fácil o inmediata. Se arrastran demasiados agravios y rencores. Dudo mucho que la sociedad francesa y la del resto de Europa aprenda a aceptar el ineluctable destino conjunto que le espera en un mundo globalizado, que no solamente consiste en la aceptación de los flujos comerciales y financieros, sino también las corrientes humanas y la convivencia necesaria con el otro, el diferente. Lo mismo sucede en los Estados Unidos con relación a la inmigración hispánica, la de nuestros hermanos, por lo que debemos observar atentos la evolución de los convulsos sucesos europeos de hoy.
Artículos de coyuntura publicados por Luis Miguel Rionda Ramírez en medios impresos o electrónicos mexicanos.
Antropólogo social. Profesor titular de la Universidad de Guanajuato y de posgrado en la Universidad DeLaSalle Bajío, México. Exconsejero electoral en el INE y el IEEG.
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