A casi dos semanas de que 42 millones de ciudadanos mexicanos acudimos a votar en las más de 130 mil casillas en todo el país, el debate mediático y político sobre los resultados presidenciales permanece abierto, propiciado por los alegatos interesados de parte de algunas fuerzas partidistas que no obtuvieron la mayoría simple de votos. La escasa diferencia entre el candidato ganador y el que le sigue (“escasa” en términos relativos, pues en los absolutos significa el voto de 245 mil ciudadanos, ¡tres cuartos de la lista electoral de Baja California Sur!), impulsa la estrategia de descalificar el proceso para así abonar a la causa partidista. Esto puede ser entendible, pero esta descalificación nos está afectando ya a los ciudadanos apartidistas (que no apolíticos) que colaboramos de forma entusiasta y desinteresada en el seguimiento, la supervisión y el desarrollo del proceso electoral.
Se está llegando al extremo de cuestionar nuestro trabajo y con ello a la propia calidad ciudadanizada del IFE. A nivel nacional fuimos más de dos millones de ciudadanos: cerca de un millón como funcionarios de casilla (521 mil titulares y 400 mil suplentes), 24 mil observadores electorales, 2,324 como consejeros electorales locales y distritales, y 1.3 millones como representantes de los partidos y coaliciones. El trabajo fue voluntario y no se percibió honorario alguno, excepto la dieta de asistencia que la ley asigna a los consejeros.
No debo continuar estas notas sin dejar algo plenamente establecido: no emprendo una defensa apriorística y acrítica del IFE y de los resultados a los que llegamos al término de los cómputos distritales. Como cualquier institución, es tan falible como cualquier otra, pues la conforman personas. Sin embargo el IFE ha hecho suya la defensa de la democracia electoral y ha profesionalizado su acción hasta el punto en que se dejan muy pocos resquicios (si es que los hay) a la posibilidad de alterar los resultados. Todos los partidos cuentan con los medios legales para impugnar procedimientos y resultados desde el mismo día de la votación. Y su vigilancia abarca todos los espacios necesarios. Lo mismo hacemos los representantes ciudadanos.
Nos ha costado a los mexicanos muchos años y muchísimo dinero contar con una institución electoral confiable, que nos permita transitar sin sobresaltos por las ortigas de la competencia política. No podemos darnos el lujo de echar por la borda un esfuerzo comunitario que ha permitido que la nueva generación de votantes no recuerde los fraudes tan comunes hace 15 ó 20 años.
Debo dejar bien clara mi posición personal. Ya he dicho en este espacio que no voté ni concuerdo con las banderías ideológicas del candidato presidencial que se perfila como ganador (no hay “presidente electo” hasta que el Trife califique la elección). Pero esto no obnubila mi convicción de que en la democracia gana quien obtenga más votos de los ciudadanos, y no aquél que movilice más fuerzas en las calles o se asuma como el poseedor de la verdad absoluta. Yo me considero una persona con ideología socialdemócrata y liberal, es decir de izquierda moderada, lo que me aproxima a las querencias del candidato quejoso. Pero como consejero electoral nunca he permitido que mis simpatías íntimas se proyecten en mi actuar legal e institucional ante el proceso que se me ha encomendado supervisar en el estado de Guanajuato. Y la tarea es simple: hay que velar por que los votos (¡todos los votos!) cuenten y se cuenten, solamente eso.
He participado en varios debates vía listas de discusión en Internet y en entrevistas con los medios, donde incluso he sido cuestionado por mi presunta “traición” a causas superiores, como es la justicia social y el bienestar para los pobres. Hasta en mi familia he enfrentado algunos desconciertos por mi posición. Pero he tratado de explicar que la causa que hoy defiende el IFE es incluso superior a los compromisos solidarios con la equidad social. Se trata de la causa de la legalidad, la certidumbre y la convivencia civilizada. En el momento de contar votos no interesan programas ideológicos, pues para eso están los partidos. Si mi interés estuviese ligado a banderas ideológicas, yo debería estar involucrado con el partido que mejor las representase, no con una institución que se asume incolora.
Si por “democracia” asumimos la búsqueda de la justicia social, entonces estaríamos desbordando la tradicional acepción liberal. Entonces sí cabría preguntarnos si las elecciones deberían ser plebiscitarias (como en Cuba y los antiguos países socialistas) y no como mero mecanismo inocuo de selección de individuos y plataformas. Yo mejor me quedo con el modelo aséptico, el que carece de adjetivos y que al final le reconoce el triunfo a la opción que sencillamente se llevó más votos, sea de derecha o de izquierda. Creo que esa es la opción que nos propone el actual modelo constitucional mexicano, del que se desprende el IFE y el COFIPE. En esto sostengo mi compromiso.
Artículos de coyuntura publicados por Luis Miguel Rionda Ramírez en medios impresos o electrónicos mexicanos.
Antropólogo social. Profesor titular de la Universidad de Guanajuato y de posgrado en la Universidad DeLaSalle Bajío, México. Exconsejero electoral en el INE y el IEEG.
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