Es casi natural que en este periodo cervantino dediquemos unas líneas a reflexionar sobre asuntos relativos a la dinámica cultural de nuestro país y nuestro estado. Un asunto que hoy día está llamando la atención de la comunidad cultural --entendida ésta como la de los promotores culturales, ya que en un sentido amplio esa comunidad la formaríamos todos-- son las propuestas de reforma al artículo 73 constitucional, que en su fracción XXV determina que el Congreso de la federación tiene como una de sus facultades “[…] legislar sobre vestigios o restos fósiles y sobre monumentos arqueológicos, artísticos e históricos, cuya conservación sea de interés nacional […]”. Esta facultad ha permitido que el gobierno federal, por medio del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), mantenga desde 1939 el control y vigilancia sobre este patrimonio, que históricamente ha estado sometido a una salvaje depredación por parte de saqueadores de todo tipo, incluidos los gobiernos locales.
La federalización --mejor dicho la centralización-- de este ámbito de la gestión cultural respondía a un momento histórico que le dio lógica y justificación ante la carencia de recursos institucionales a nivel local para hacer efectivas las normas protectoras del patrimonio histórico y artístico. Los gobiernos de las entidades y los municipios carecían de recursos, experiencia e incluso interés para salvaguardar su riqueza monumental. Además, esta centralización respondía a una lógica imperante en la época: los poderes centrales concebían a la “provincia” como un territorio agreste y primitivo, que debía ser sujeto a tutelaje y vigilancia, pues de otra manera se corría el riesgo de volver a dejar sueltas las fuerzas cerriles de los cacicazgos regionales, que estuvieron a punto de desgarrar el país. La educación, por ejemplo, fue “federalizada” en 1921, y se eliminaron los modelos educativos provinciales y la ingerencia de los agentes particulares, corporativos o municipales en la definición de contenidos. En lo económico esa centralización se reflejó en la fundación del Banco de México en 1925, que eliminó la capacidad de los gobiernos locales y los bancos privados de emitir circulante. Y en lo político-electoral recordemos la ley federal de 1946, que centralizó el control de los principales recursos electorales en manos de la Comisión Federal Electoral y el Registro Federal de Electores.
El actual director del INAH, Luciano Cedillo, dio la voz de alarma cuando la Cámara de Senadores anterior evaluó en abril pasado una reforma legal que permitiría a las entidades concurrir con la federación en áreas adicionales, entre ellas la facultad para legislar sobre el patrimonio cultural, que hoy es “propiedad de la Nación”. Señaló que esta posibilidad podría facilitar que ese patrimonio pudiera ser utilizado con fines comerciales, o bien que los intereses locales adulteraran el sentido protector de la intervención oficial en la materia. Hay un temor aparente hacia la dispersión y debilitamiento del control --de por sí laxo-- que ejerce el gobierno federal sobre ese patrimonio, y se percibe que la ingerencia de los gobiernos locales sería perniciosa y disgregadora. Viejos prejuicios centralistas que no terminan de desaparecer en un país con vocación centralista y autoritaria como el nuestro.
En lo personal pienso que la reforma propuesta vale la pena. El INAH ha evidenciado incapacidad para mantener un registro actualizado, un cuidado permanente y un seguimiento de la situación de los cientos de miles de elementos que conforman el patrimonio histórico y cultural del nuestro país. Y no es por falta de interés, por ineptitud o por indolencia: sencillamente es imposible que un instituto tan centralizado pueda mantener presencia en el amplio conjunto de la riqueza cultural que han generado los centenares de pueblos que han habitado en nuestro vasto territorio. El cuidado de ese caudal incalculable debe estar en las manos de un pueblo informado y comprometido, que se asuma responsable de la preservación de lo suyo. Es imposible que el Estado federal pueda con el paquete; necesita de los 32 gobiernos estatales, los 2,500 municipales y los millones de vigilantes que podemos hacernos cargo de ese resguardo. Por supuesto, la federación debe asumir la función de asesoría y supervisión para que se respeten las líneas básicas de la política de conservación patrimonial. Miles, millones de componentes de ese patrimonio se verán beneficiados. En Guanajuato abundan los ejemplos del actual abandono, así como de la potencialidad de una intervención positiva de los agentes locales, pero este asunto lo dejo para mi siguiente aportación.
Artículos de coyuntura publicados por Luis Miguel Rionda Ramírez en medios impresos o electrónicos mexicanos.
Antropólogo social. Profesor titular de la Universidad de Guanajuato y de posgrado en la Universidad DeLaSalle Bajío, México. Exconsejero electoral en el INE y el IEEG.
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