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viernes, 13 de noviembre de 2009

Los Muros

Los Muros




Publicado en Milenio de León, y en CEIPOL.

Los 20 años de la caída del muro de Berlín fueron celebrados con fausto y estrépito en Alemania y en toda Europa, lo que además sirvió de pretexto para subrayar el protagonismo compartido que han forjado ese país y Francia. Los 27 países miembros de la Unión Europea suelen respaldar los acuerdos cocinados entre esos dos estados dominantes. Y es de llamar la atención que estos dos viejos enemigos, reñidos al menos desde la humillante derrota francesa en la guerra con Prusia de 1870, tengan ahora una alianza tan llamativa, que viene de refrendarse ante la tumba del soldado desconocido francés en el arco del triunfo parisino. Por supuesto, hace ya casi 70 años que terminó la última confrontación armada entre estos dos contendientes, y hace 20 se resolvió la “cuestión alemana”, que tenía su expresión más cruda en el ignominioso muro que dividía la ciudad de Berlín desde 1962.
Si las fronteras políticas son inventos humanos para dividir artificialmente a sus componentes nacionales, raciales, religiosos o ideológicos, los muros son la expresión más concreta y chocante de esa discordia. Las naciones y los conjuntos sociales se imponen límites mutuos, basados la mayoría de las veces en la imposición por el poder de las armas de prejuicios inveterados que con frecuencia no son más que la evidencia de la incapacidad para aceptar las diferencias y nuestros intereses egoístas. El muro de Berlín no dividió a un pueblo; lo que hizo fue dividir dos sistemas de vida, dos maneras de percibir la realidad y a dos hegemonías hemisféricas producto de la pírrica victoria aliada sobre los nazis. Lo construyeron los alemanes del este con el apoyo de los soviéticos, para detener la fuga demográfica y económica que representaba una frontera semiabierta. Ya desde entonces era evidente el hedonismo consumista occidental, y la incapacidad socialista para garantizar la productividad económica. Un muro que fue denunciado por el llamado “mundo libre” como una vergüenza internacional producto de la incapacidad del socialismo real para generar bienestar a su población.
Las fuerzas reales de la economía y la política internas presionaron fuerte para lograr la apertura y la liberación del “bloque soviético”, y terminaron resquebrajando el monolito hasta hacerle tronar en 1989 cuando cayó físicamente el muro, y en 1991 cuando se hundió el Estado soviético. Quedó evidenciado que los muros no impiden la acción incontenible de las energías macroeconómicas: donde existe demanda, habrá oferta; por ello los “mercados negros” y la incapacidad de un sistema sin competencia de generar bienes y parabienes condujeron a la quiebra económica y política del socialismo.
Ahora bien, la historia nos debería dejar enseñanzas valiosas como la anterior. Pero no ha sido así, ya que padecemos dos ejemplos vergonzosos de nuevos muros que se levantan entre naciones: el muro del odio que desde 2002 divide a israelíes y palestinos, que se ha construido a lo largo de 600 kilómetros donde se despliega tecnología y armamento para impedir el paso de los segundos hacia los territorios conquistados por los primeros. Y en el otro lado del mundo se está construyendo desde 1994 un muro doble, a veces triple, de concreto y acero entre México y los Estados Unidos que abarcará, cuando esté culminado, casi un tercio de los 3 mil kilómetros de frontera entre los dos países. Este “muro de la tortilla” busca impedir que los cientos de miles de inmigrantes ilegales mexicanos, centroamericanos y de otras naciones crucen la línea imaginaria en busca de empleos y oportunidades. Diez mil muertos se han acumulado desde entonces en la contabilidad macabra de decesos provocados por los intentos fallidos de cruce, lo que la convierte en la frontera más mortal del mundo. Israelíes y estadounidenses buscan tapar con un dedo el agujero en el farallón, pero el océano de las fuerzas económicas terminará por carcomer y arrastrar los muros, que aunque inútiles, seguirán construyéndose en el vano intento de detener lo incontenible. Diremos entonces como los alemanes: ¡viva la libertad!

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