El cuarto informe presidencial ha sido considerado tradicionalmente como el momento cúspide de las administraciones sexenales, cuando el presidente en funciones ha concentrado en su derredor los factores del poder real que le permitirán culminar el último tercio –el del descenso imparable hacia la sucesión– con los amarres necesarios que definirán el proyecto paradigmático de su gestión. Así fue con Zedillo, quien gozó de sus mejores momentos en la segunda mitad de su sexenio; o bien con Salinas, quien culminó sus dos últimos años con el mayor poder personal que haya acumulado un presidente desde tiempos de Alemán o Cárdenas. Es el momento de los cierres y de las cada vez más frecuentes despedidas, pero también el de la ponderación de las bondades –si las hubo—del proyecto saliente y propósito distintivo. Salinas, por ejemplo, realizó sus reformas más trascendentes en el año previo al del cuarto informe. Algo similar sucedió con Zedillo, quien concretó una de las reformas políticas más importantes en 1997. En fin, que se trata de la etapa cimera, el pináculo de un poder predestinado a ser eclipsado en su fase crepuscular por el candidato a sucederlo.
En esta ocasión las cosas aparentan ser diferentes. El presidente Fox no ha podido prácticamente ninguna de las grandes reformas que urgen en el país, comenzando por la fiscal. La única reforma de trascendencia, que fue bien ponderada en el informe, fue la referida al nuevo y deprimido estatus con el que se inauguran los nuevos trabajadores que se integren al IMSS. Se salvaron así las finanzas de un instituto que nunca se manejó con la previsión necesaria, y se le facturó su salvamento a las generaciones futuras de médicos, enfermeras y personal de apoyo que entren a laborar a partir de este año, con lo cual se habrán creado dos estatutos diferentes para trabajadores que en la práctica hacen lo mismo, sólo que unos entraron “antes” de la fecha mágica, y otros, para su desgracia, lo hicieron “después”.
El presidente no dio su informe desde la cúspide de su poder. Lo dio desde los bajíos de los que no ha podido separarse desde sus comienzos bisoños en los intríngulis incomprensibles del poder público. Su autoridad ha sido retada hasta por su afanosa compañera matrimonial. Sus colaboradores lo han abandonado una y otra vez, ya sea en medio del escándalo –al estilo Durazo— o bien de forma discreta –a la manera de Gertz Manero--, pero sin ocultar el hartazgo o la decepción ante un talante dubitativo y caótico para ejercitar las facultades presidenciales. Es claro que la actual administración ha carecido de cohesión y de liderazgo que permitiera mantener no solamente el orden interno en el equipo de trabajo, sino también presentar un frente común y coherente con el resto de los actores del poder, particularmente con la oposición. Ninguna reforma puede pasar sin altas dosis de convencimiento y negociación con los rivales –que no enemigos— a quienes hay que inducir y atraer hacia las bondades de las metas comunes. Esa facultad, esa habilidad ha faltado en estos cuatro años.
Es lamentable que, a dos años del término de esta regencia, aún no se cuente con un proyecto mínimo unificador. La inercia sigue imponiendo su fuerza, y muchos nos preguntamos en qué consiste la innovación dentro del gobierno de la alternancia: ¿en el cambio de las personas a cargo de los despachos? ¿En que ahora sí prevalece la libertad y la democracia? ¿En que ahora no se nos miente ni se nos da gato por liebre? Si esto es así, me parece que es un avance todavía muy limitado. No basta ser honesto para gobernar bien –aunque sin duda siempre es preferible un honesto torpe a un pillo habilidoso. La administración pública no se parece a la administración de las empresas, aunque esta es una premisa que con frecuencia defienden los tecnócratas. Hay factores de planeación, centralización y racionalización que sí son compartidos, pero no encontramos el componente solidario que es inmanente a lo público. Las demandas de los conjuntos sociales son cambiantes, dinámicas y siempre urgentes, por lo dramático de su carácter de elemental supervivencia. En cambio, los “clientes” suelen ser identificados en nichos de mercado, que cambian menos y sus necesidades son proporcionales a sus ingresos.
En fin, que el informe pareció ser diferente en todos los sentidos a las cuartas ediciones de los presidentes anteriores. Y no lo digo por un mayor sentido republicano, sino por la evidencia de que la administración ya hace maletas cuando aún no ha podido cuajar un proyecto propio. Las grandes reformas se quedarán para después, a la manera de los 16 megaproyectos que Fox prometió en sus tiempos de gobernador. Muchas buenas intenciones, buenas ideas, pero imposibilidad de concretarlas. Y me pregunto: ¿lo mismo nos espera con Creel, Madrazo o López Obrador? Parece ser que tenemos ausencia de liderazgos ligados con la eficacia.
Artículos de coyuntura publicados por Luis Miguel Rionda Ramírez en medios impresos o electrónicos mexicanos.
Antropólogo social. Profesor titular de la Universidad de Guanajuato y de posgrado en la Universidad DeLaSalle Bajío, México. Exconsejero electoral en el INE y el IEEG.
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