Estas notas se publicarán en la víspera del día de nochebuena, a dos mil y cinco años de que diera comienzo oficialmente la era que denominamos cristiana, en función precisamente del nacimiento –la natividad— del personaje que se constituyó en el referente más importante para nuestra civilización occidental de lo que hoy identificamos como los valores fundamentales de la virtud: me refiero a la solidaridad, el amor al prójimo, la bondad, la sabiduría y el sacrificio. Independientemente de los debates interminables alrededor de la figura de Jesús, podemos acordar tanto cristianos como no cristianos –como el que esto escribe— que se trata sin duda, más que de un hombre, de un símbolo. Un símbolo que nos permite recuperar la fe en nosotros mismos, en la esencia positiva de nuestra naturaleza, en la permanente posibilidad de redención de nuestros errores.
La fecha a conmemorar este domingo es un buen motivo para reflexionar un poco sobre la religión y la espiritualidad. Permítanme hacer un ensayo. En mi caso, yo renuncié a las creencias religiosas dentro de las que fui criado cuando llegué a la adolescencia. El pensamiento racional me obligaba a cuestionar con fuerza la necesidad de mantener las verdades dogmáticas que necesariamente defiende cualquier tradición religiosa. Al proceder de una familia católica –pero de religiosidad bastante laxa— en un principio debí defender con alguna vehemencia mis nuevas convicciones. Afortunadamente el jacobinismo me duró poco, y pronto aprendí no solamente a tolerar las diferencias de pensamiento sino incluso a convivir e interactuar con ellas. Por ello desde hace muchos años he aceptado de buen grado participar en los ceremoniales y tradiciones cristianas. Por ejemplo, como mi esposa es católica me casé con ella por la iglesia y todos mis hijos fueron bautizados, esto como una forma de expresar mi respeto y mi voluntad de interactuar con la comunidad cristiana. Y sin duda festejo la navidad con el mismo entusiasmo que podría hacerlo un creyente. Lo hago porque también me considero un devoto de Jesús, pero no de su figura divinizada, sino de su profunda humanidad.
Creo en Cristo como hombre extraordinario que fue. Como un adalid de las causas justas, como un líder de un pueblo abrumado, como un sacerdote de la fe en la trascendencia de nuestras acciones. Considero que su mensaje es uno de los pocos lazos que pueden unir a nuestra civilización, tan acongojada por los odios, las riñas y la violencia. Festejamos su nacimiento –del que nunca sabremos la fecha exacta— como un recurso para reunirnos en torno a la pálida hoguera de nuestro amor por nosotros mismos. Es una forma de recordar que somos humanos, débiles y falibles, pero con una chispa de divinidad que puede ser reavivada si nos lo proponemos. Lo que llamamos “espíritu navideño” es precisamente ese intento regular de reencontrarnos, de redescubrirnos y de festejar el advenimiento de un redentor siempre necesario. Esto porque necesitaremos ser salvados, salvados de nosotros mismos y de nuestras debilidades. Aunque al final ese redentor nos mostrará que la única salvación es la que reside en nosotros mismos. Ayúdate que yo te ayudaré, reza una máxima cristiana que siempre ha calado en mi alma.
Como cualquier otro festejo, la navidad también ha sido transformada en ocasión para el consumismo y la banalidad. También lo es para los excesos. Sin embargo hay que reconocer que cualquier fiesta va acompañada necesariamente de abundancia artificiosa y de cierta exageración en la convivencia. Sería absurdo pedir moderación cuando lo que se busca es propiciar la alegría y el encuentro. Los seres humanos requerimos de momentos de excepción que nos ayuden a superar las pesadas cargas de la cotidianidad y la lucha por sobrevivir. Los romanos festejaban en esta fecha el solsticio de invierno y la inminente llegada de la primavera y sus dones. Aprovechaban para intercambiar obsequios, como nosotros lo hacemos aún. El trocar regalos es una forma de refrendar nuestra unión –al menos es lo que dijo el antropólogo Marcel Mauss en su “ensayo sobre el Don”--. Un cristiano diría que es otra forma de hacer comunión. En fin, que la navidad siempre será un momento muy especial tanto por sus referencias religiosas y espirituales, como por su significado humanista y social. Yo me congratulo por ambos aspectos.
Me despido ahora de los amables lectores con mis mejores anhelos, y de parte mía y de mi familia les deseamos que tengan una… ¡feliz navidad!
Artículos de coyuntura publicados por Luis Miguel Rionda Ramírez en medios impresos o electrónicos mexicanos.
Antropólogo social. Profesor titular de la Universidad de Guanajuato y de posgrado en la Universidad DeLaSalle Bajío, México. Exconsejero electoral en el INE y el IEEG.
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