Como en el resto del país, en Guanajuato la administración pública sigue estando muy supeditada al “estilo personal de gobernar” del titular del ejecutivo en turno. El concepto fue popularizado por el eminente historiador y politólogo Daniel Cosío Villegas --de quien me considero nieto intelectual a través de mi maestro Luis González--. Y en efecto con esa noción se pone en evidencia la ausencia de institucionalidad y políticas de estado que aún padece nuestro país y sus entidades. Es fácil recordar cómo las sucesiones de presidentes y gobernadores en tiempos de la hegemonía priísta podían significar rompimientos muy fuertes entre un estilo personal y el siguiente. Se trataba incluso de una renovación generacional y de personas, con lo que el quiebre se acentuaba aún más.
Todos recordamos los rompimientos administrativos entre los gobernadores Aguilar y Maya y Rodríguez Gaona, entre Torres Landa y Moreno, entre éste y Ducoing, y ni hablar de la defenestración de Velasco Ibarra y el arribo del apagafuegos Téllez Cruces. Yo siempre he pensado que la alternancia partidista de 1991 no representó un cambio de estilo tan dramático como los quiebres sexenales previos. Y sin embargo de una administración panista a la otra las mudanzas de modos han sido más que sensibles.
Históricamente el Partido Acción Nacional se quejó siempre de la falta de continuidad en las políticas de desarrollo y gestión administrativa entre una administración priísta a la siguiente. Y tenían razón. Pero el destino les deparó hacerse del poder estatal y federal, y confrontarse con la realidad de que la cultura política prevaleciente no facilita la continuidad; al contrario, en la mayoría de los casos los ciudadanos esperan el cambio, aunque ello signifique interrumpir procesos que requieren de tiempo para madurar.
Las administraciones estatales y municipales del PAN no han logrado romper con esta longeva tradición de rompimientos intergestiones; lo que la realidad ha puesto en evidencia es que siguen pesando más los estilos personales de gobernar que las políticas de estado. Lo vimos con el gobernador Carlos Medina y su obsesión con el desarrollo institucional, que concentró en exceso los esfuerzos públicos en el frente interno del gobierno estatal, descuidando los frentes externos y la política de altos vuelos. Luego llegó Vicente Fox y dio golpe de timón, descuidando el frente interno y excediéndose en el externo: dejó la administración en manos de subalternos, gobernó desde su celular, con ocurrencias y bravuconadas que le costaron caras a la entidad. Don Ramón Martín llegó para poner la casa en orden y apagar los numerosos fuegos dejados por su predecesor; fue institucional y se olvidó de protagonismos.
En el 2000 se inició la primera gestión panista sexenal con Juan Carlos Romero Hicks, que tuvo un bautizo político accidentado. Su primera chamba fuera de la universidad fue la de gobernador del estado, por lo que su visión administrativa venía marcada por el formalismo extremo de la academia teórica. Las altas temperaturas impuestas por Fox como gobernador fueron sustituidas por los vientos gélidos de la planeación y la gestión de procesos. El montón de instituciones inauguradas durante la fiebre foxiana fueron liquidadas una por una y se impuso una mayor racionalidad en los procesos internos.
Un dato evidencia la nueva filosofía administrativa: desde 1985 no se había cambiado la Ley Orgánica del Poder Ejecutivo; el nuevo gobierno estatal promovió su actualización y tres reformas adicionales. Se combatió la discrepancia entre lo formal y lo real en las estructuras administrativas. Además se impuso un modelo de planeación participativa que tuvo un arranque caótico, pero que pronto corrigió el rumbo. Todas las instancias de gobierno se vieron obligadas a emitir sus reglamentos internos y cuidar de su actualización y vigencia. Los primeros tres años no evidenciaron quiebres sustanciales con los estilos previos, pero en cambio los tres últimos sirvieron para definir el sello del romerismo. Con la obra pública sucedió algo similar: los últimos dos años vieron la eclosión de la obra, rompiendo la tradición panista --que señaló acertadamente Yemile Mizrahi en un trabajo sobre gobiernos panistas-- de despreciar la obra pública de gran aliento.
El académico Juan Carlos deja la administración en manos de un periodista y operador político, Juan Manuel Oliva. Ambos compartieron las responsabilidades de gobierno en la primera mitad del sexenio exangüe, y se traslucieron diferencias de visión entre ambos. La incógnita actual se comenzará a develar la próxima semana: ¿experimentaremos de nuevo un rompimiento de estilos? ¿Habrá golpes de timón? ¿Cómo definirá su estilo el nuevo gobernador? Hagan sus apuestas.
Artículos de coyuntura publicados por Luis Miguel Rionda Ramírez en medios impresos o electrónicos mexicanos.
Antropólogo social. Profesor titular de la Universidad de Guanajuato y de posgrado en la Universidad DeLaSalle Bajío, México. Exconsejero electoral en el INE y el IEEG.
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