El cinco de febrero pasado se cumplieron 150 años de la promulgación de la Constitución de 1857, y el suceso pasó casi desapercibido. ¿Por qué no se tomaron las previsiones del caso? Llama la atención, pues contrasta con los preparativos que ya se están desarrollando para celebrar aniversarios más lejanos, como el de los centenarios de la independencia y la revolución. Razones puede haber muchas. Se me ocurre que tienen su razón de ser en esta era neoconservadora por la que estamos atravesando. Tal vez el olvido no fue gratuito, pues esa fue la más liberal de las constituciones que nos hemos dado los mexicanos, más liberal incluso que la que nos rige, pues la de 1917 tiene un énfasis mayor en lo social y menos en el individuo.
Hoy día es “demodé” referirse a las voluntades que impulsaron a los hombres de la reforma liberal del siglo XIX: separación de iglesia y estado, laicismo, educación basada en fundamentos científicos, libertades individuales, federalismo soberano de las entidades, primacía del parlamentarismo, propiedad individual de tierras y aguas, intransigencia en la legalidad, dignidad del poder judicial, honestidad republicana –la bien conocida “medianía” juarista-, patriotismo sin nacionalismos excluyentes, confianza en el progreso y una fe cívica irrefrenable en las instituciones. La Constitución del 57 era un documento progresista y modernizante, para una nación ahogada por la ignorancia, los caudillismos y la deshonestidad. La riqueza del país estaba estancada en manos improductivas, particularmente las congregaciones de orden religioso. Una situación que incluso los reyes de España habían tratado de resolver desde el siglo anterior: hacer circular esa riqueza, para que su flujo en el cuerpo social generase aún más riqueza –las leyes del capital de los economistas ingleses-. La corona española fracasó parcialmente en su intento de desamortizar esos recursos, vino la independencia y la situación permaneció prácticamente incólume. Los nada probos varones de la Iglesia mantuvieron en sus manos el poder económico, sin que éste generase desarrollo en su derredor. La institución eclesiástica ni siquiera fue solidaria con la nación en los momentos de agresión externa: negó el préstamo de sus caudales cuando la intervención norteamericana de 1847-48, e incluso llegó a un entendimiento con los invasores, llamando desde los púlpitos a la desmovilización de la resistencia partisana. Y no hablemos de la intervención francesa y la importación de un soberano católico.
Larga y profunda ha sido la lista de los agravios que la Iglesia romana le ha propinado a la nación. Baste tan sólo recordar la guerra cristera, triste capítulo de nuestra historia que algunos ignorantes han querido exponer como ejemplo de resistencia cívica ante la tiranía. Fox mismo quiso asumirse como heredero de esa tradición “libertaria”, sin cuestionarse sobre los motivos profundos de la institución eclesial para movilizar a la masa devota contra el Estado “ateo”. La jerarquía de sotana traicionó la buena fe de sus rústicos seguidores, y negoció sin rubor con los emisarios del poder terrenal, dejando colgados de la brocha a miles de cándidos combatientes, muchos de los cuales fueron masacrados por el ejército sin que los prelados religiosos hubiesen hecho nada por evitarlo.
Es evidente que hoy se nos quiere vender la idea de que la laicidad es anacrónica y sinónimo de ateísmo, y por ello hay que desterrar el liberalismo propugnado hace centuria y media por la constitución reformista. “Beno” Juárez --como le decían las monjitas-, ha muerto. Los dueños del poder pretenden regresarnos hacia puntos de partida que un día quisimos ver como superados en definitiva. Vemos cómo reviven viejos debates, azuzados por la convicción interesada de que el México profundo es conservador e incluso reaccionario, y que el poder político asegurado por las urnas equivale a una patente de corso que califica a los derechosos a imponer su visión del mundo y la vida. Los fundamentalismos son excluyentes por definición, pues pretenden que su percepción no sólo es la mejor, sino que debe ser la única. Por eso me llamó la atención un promocional en la radio pagado por los diputados locales panistas –con nuestro dinero, no el de ellos--, donde convocan a la construcción de “un sólo Guanajuato”: un auténtico despropósito, pues la pretensión de unicidad es necesariamente excluyente, impositiva y autoritaria. El fascismo y el comunismo pretendieron esa uniformidad, y llegaron a los extremos de los campos de exterminio y los goulag. La auténtica actitud liberal reconocería y valoraría la riqueza de lo heterogéneo, el valor del disenso, la necesidad de no ser ni pensar igual.
Termino congratulándome por dos nuevos preceptos legales: la Ley de Pacto Civil de Solidaridad de Coahuila, que permite establecer compromisos patrimoniales entre parejas de cualquier sexo --aprobada con 19 votos del PRI y uno del PT, contra los votos del PAN, la UDC y del PRD(!). Y la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, aprobada por los diputados hace diez meses y por los senadores en diciembre, promulgada recién, no sin titubeos, por el presidente Calderón. Ambas son iniciativas liberales, que propugnan por el respeto mutuo dentro de nuestras diferencias.
Artículos de coyuntura publicados por Luis Miguel Rionda Ramírez en medios impresos o electrónicos mexicanos.
Antropólogo social. Profesor titular de la Universidad de Guanajuato y de posgrado en la Universidad DeLaSalle Bajío, México. Exconsejero electoral en el INE y el IEEG.
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1 comentario:
esto apesta oe has una pagina mas buena por favor por eso no teines ningun comentario te lo mereces gordo
good bay
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