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viernes, 30 de marzo de 2007

Tierra de mis Dolores

Viernes de Dolores… una solemnidad religiosa dedicada a la remembranza de una madre desgarrándose de dolor, ante la desgracia de un hijo victimado por los poderes imperial y eclesial de su época; y que marca indeleblemente la identidad del guanajuateño minero, el trabajador del zapapico y la barreta, el habitante involuntario de las entrañas petrificadas de la madre tierra. Más allá del ritual católico que le dio sustento a esta devoción mariana, la imagen de esta mujer devastada por el sufrimiento y la aflicción es sumamente poderosa: nos refiere a ese vínculo que nunca se rompe verdaderamente entre un ser humano y su progenie, la madre y el hijo, la matriz gestadora y su producto rebelde. Una madre que no acaba de entender la dimensión de su pérdida, y que tampoco asimila el desprecio absoluto de los poderosos hacia la sabiduría e indefensión de un hombre que sólo predicaba amor.
El viernes de Dolores en Guanajuato, con sus altares, sus aguas y nieves, su caldo de camarón con tortitas de lo mismo, la peregrinación por las siete casas y la búsqueda de las lágrimas de la virgen en el agua de ambrosía, ha sido desde tiempos lejanos la ocasión para que esta ciudad se vuelque sobre sí misma, se reencuentre y se reconcilie con las desgracias que siempre acarrearon sus minas. Triste vida la del minero, pero con su muerte inopinada mucho más triste era el destino de madres y viudas que quedaban solas, desgarradas, atravesadas por los siete puñales del dolor. Mujeres que nunca se acostumbraron a la pérdida, a la ausencia de su hombre amado, devorado por el leviatán de la mina, oscuro destino del trabajador voluntarioso. Enorme costo que la plata impuso a los hombres a cambio de sus riquezas veleidosas.
La cañada, esta inmensa hamaca bañada por el sol, se despierta antes del alba y los guanajuateños descienden o ascienden en tropel hacia el corazón de su villa apretujada: el Jardín de la Unión, la rebanada de queso donde jóvenes y viejos se aprietan para “dar la vuelta”, para verse mutuamente, para flirtear y obsequiar las flores que también ha aportado su nombre a la ocasión. Por eso los chavos le llaman el “día de las flores”… La banda del estado llena el ambiente con notas de añoranza de valses porfirianos, de polkas pegajosas, de sones enamorados, para rematar con el obligadísimo “Tierra de mis amores” de don Jesús Elizarrarás, aquel músico nacido en el barrio de Mexiamora –nombre que sólo los guanajuateños saben pronunciar.
Los católicos practicantes se apegan a la ortodoxia, acuden a misa solemne, hacen la gira por los altares y las capillas, y rezan la “corona de los siete dolores” en su devocionario. Muchos otros adornan su altar, abren sus casas a vecinos y transeúntes, y le ofrecen al propio y al extraño los platillos y bebidas de la ocasión. Pero muchos más, desapegados a la solemnidad de la liturgia, habrán preferido dedicar la noche previa al gozo bullanguero, aprovechando la plaga de “bailes de las flores” que luego vomitan a las calles hordas de borrachos y crudos, que buscan afanosamente la cura de sus propios dolores. Eso sí: nadie puede transitar indiferente por la fecha. Todos los habitantes de la hondonada de las ranas se involucran y participan de una forma u otra, incluso sin buscarlo.
Día especial es este. Jornada dedicada a una virgen martirizada por dolores que la rebasan, por sufrimientos que la postran, y de seguro por una furia inconfesada ante la impotencia que acarrea la injusticia del poderoso. Esto puede sonar poco cristiano, pero sí muy humano. Y prefiero pensar en una madre dolida y enfurecida que en otra resignada a los tormentos, al final aquiescente con los asesinos de su hijo.
Guanajuato, mi ciudad paterna –porque mi villa materna es Yuriria , renace sus glorias del pasado y manifiesta el profundo entramado de su cultura popular. Sus tradiciones son los nexos con ese pretérito siempre presente, pero también sus ligas con un futuro donde exista la posibilidad de mantenerse fiel a sí mismo, con sentido de identidad y con símbolos culturales que otorguen referentes. Así veo yo, un no católico, a esta ocasión magnífica que desde niño me marcó la memoria con recuerdos de colores y olores florales, para así reconocerme como uno más de los que amamos nuestra pequeña gran ciudad, habitáculo de seres ingenuos y románticos, soberbios hasta la altanería, y convencidos de que no hay urbe mejor que este caótico y hermoso caserío.

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