El Congreso de la Unión decidió comenzar el necesario proceso de transformación del Estado deshilvanando las madejas más sensibles ante los ojos del gran público: la reforma electoral y la fiscal. Me parece una buena estrategia. Más adelante podremos debatir con calma las mutaciones que requieren otros ámbitos de grueso calibre, como la conformación del propio poder legislativo, las relaciones entre éste y el ejecutivo -incluyendo la renovación del anacrónico formato del informe presidencial-; la readecuación orgánica y funcional del poder ejecutivo; la profundización en la ética y la eficacia del poder judicial; la urgencia de mecanismos de participación social y democracia directa como el referéndum y la iniciativa popular; el salvamento del sistema nacional de seguridad social; la modernización y moralización de los sistemas de seguridad nacional y pública; el rescate financiero y tecnológico de PEMEX; el salvamento del sistema educativo de manos del monstruo sindical, más su proyección cualitativa, y así un largo etcétera. Muchas tareas para poco tiempo.
Quiero referirme en esta ocasión únicamente a la reforma electoral que se avecina. No es todavía una reforma política: esa vendrá más adelante, según nos adelantan los legisladores. Por lo pronto se está dando un paso enorme al desatar a los procesos comiciales de su dependencia crónica de las fuentes del dinero, trátese del propio gobierno, de los empresarios interesados en mantener sus influencias políticas, o de los delincuentes que buscan protección. Y mejor ni hablemos de los grandes intereses corporativos o gremiales que se ocultan detrás del oropel de las campañas: los contratistas, los banqueros, los radio y teledifusores, la iglesia católica, los yunques, los sindicatos, etcétera. Todos estos actores están dispuestos a soltar dinero a cambio de prebendas e influencia. Peor aún: los partidos se han convertido en expertos recaudadores y dilapidadores de recursos públicos y privados, y han alimentado una cadena de corrupción y complicidades, muy en particular con los medios de comunicación -electrónica y escrita-, que al final se embolsan el grueso de esos pesos, sin beneficio para una sociedad sumergida en la necesidad.
Estoy de acuerdo con los puntos nodales de la reforma: la condensación temporal de las campañas y precampañas, la regulación sobre estas últimas, las eventuales candidaturas ciudadanas, la prohibición a los partidos de contratar publicidad en los medios, y el acceder a ellos a través de la autoridad electoral. Deben detenerse los flujos de dineros que se van a la basura de la propaganda desinformativa. Se deben privilegiar los mecanismos que propician información: los debates públicos, el acceso simple a las propuestas programáticas y las trayectorias de los candidatos, los foros de información -ya no más mítines huecos-, la comparecencia ante auditorios informados, el impulso a la educación cívica auténtica, y la imposición de normas de respeto mutuo -la “buena educación” que nos enseñaron nuestros padres. Ese debería ser el reto de los medios, y no la imposición de mensajes de mercadotecnia huera.
El IFE debe reformarse, no me cabe duda. Lo digo con conocimiento de causa, como consejero local del mismo. Me parece insostenible la posición de seis de los nueve consejeros electorales generales que equiparan su permanencia en el cargo con el respeto a la soberanía del instituto. Nada más falso. Independientemente del juicio que podamos aventurar sobre su desempeño en las elecciones del 2006, considero que la renovación escalonada de consejeros es una demanda que se había expresado en múltiples ocasiones en el seno del propio organismo. Recuerdo bien que esa fue una propuesta de José Woldenberg emitida en su discurso de despedida en 2003. Hoy se está concretando, y me parece obtuso y miope que el actual consejero presidente se resista a su implementación. Tal vez si él no estuviese en la lista de los posibles defenestrados, su oposición no sería tan enfática (“hágase la voluntad de Dios en los bueyes de mi compadre”). Contrasta su actitud con la del consejero Rodrigo Morales, quien se ha visto institucional al manifestarse dispuesto a acatar las determinaciones del constituyente permanente. El “hueso” es lo de menos: lo que importa es reforzar el prestigio del IFE cuando falta poco más de 12 meses para que dé inicio formal el siguiente proceso electoral federal -en octubre de 2008.
Me parece que estos legisladores federales sí están haciendo su chamba, y la están haciendo mucho mejor que sus predecesores. Al fin percibo vientos de avance y cambio en la calma chicha en que habíamos caído como país. Ojalá no sea flor de un día.
Artículos de coyuntura publicados por Luis Miguel Rionda Ramírez en medios impresos o electrónicos mexicanos.
Antropólogo social. Profesor titular de la Universidad de Guanajuato y de posgrado en la Universidad DeLaSalle Bajío, México. Exconsejero electoral en el INE y el IEEG.
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1 comentario:
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