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viernes, 22 de enero de 2010

El desastre haitiano

El desastre haitiano


Por: © Luis Miguel Rionda ©

Publicado en Milenio de León; en CEINPOL, y en iGeTeO.
La tragedia de Haití es un choque para las conciencias de la hipocresía occidental. Es inconcebible que ante un desastre natural, que estoy seguro era previsible aunque no predictible, una población de diez millones de seres humanos padezca circunstancias que se antojan propias de la edad media, o bien de los rincones más apartados del áfrica subsahariana. En un territorio de casi 28 mil kilómetros cuadrados, más chico que el del estado de Guanajuato, se amontona un conjunto de individuos empobrecidos que en su mayor parte tienen ingresos de entre uno y dos dólares al día. La renta per cápita –la riqueza creada por el país dividida entre su número de habitantes- es de apenas 791 dólares, mientras que la de México es de 10 mil 500 dólares, que de por sí es baja. La esperanza de vida es de 57 años, 20 menos que la de México.
No hay opciones productivas: la agricultura de subsistencia ha depredado el entono natural; la industria no existe, excepto la textil y sólo bajo demanda; los servicios son elementales. Los haitianos se habían acostumbrado a mantener una economía de precariedad eterna, sustentada sobre todo en las aportaciones de la comunidad internacional. El gobierno haitiano recibe el 60% de sus ingresos de subsidios del exterior. Esto creó un estímulo perverso: ¿para qué buscar opciones locales para el sustento, si es más fácil ejercer de pordiosero continental? Suena feo, pero en la práctica es lo que estaba pasando.
La desgracia suele pegar con especial rudeza a los desposeídos. No es fortuito: quien tiene los medios puede optar por buscar espacios más seguros, protegerse, prever riesgos, educarse y estar en mejores condiciones para enfrentar las desgracias. El pobre vive donde puede y como puede, sin tiempo ni energía para la prevención, la acumulación de algunos excedentes –lo que más comúnmente llamamos ahorro-, y para abrir sus horizontes mediante la educación y el cuidado de la salud. A los prósperos sólo el azar más estricto les llega a pegar. Pero suele suceder que muchas, si no es que la mayoría, de las tragedias naturales o provocadas por el hombre son previsibles. La ciencia nos ha enseñado a prever –no a predecir- el futuro, y con ello evitar los riesgos o al menos prepararnos mejor para enfrentarlos, si no podemos rehuirlos.
Me refiero a casos como el de Japón, California, o incluso México, países que han sido azotados por terremotos de grandes proporciones, con miles de muertos. A pesar de la destrucción, los países con un Estado fuerte, o con una Sociedad que sabe organizarse cuando falla aquél –como sucedió en México en 1985-, sobreviven bien a las secuelas de estos accidentes. En esto reside la diferencia entre lo que sucedió el 12 de enero pasado, y lo acontecido en la ciudad de México hace 25 años (con entre 10 mil y 30 mil muertos), en Loma Prieta hace 21 (63 muertos), y en Kobe hace 15 (6 mil 500 muertos). En México hubo sociedad civil, en California hubo prevención y atención estatal, y en Japón sólo la fuerza del sismo derrotó a la sociedad más previsora del mundo.
En Haití nos encontramos con una sociedad sin conciencia cívica, desesperada y violenta; regida por un Estado en ciernes, parasitario y manipulado por los intereses del exterior. El país no ha tenido el tiempo ni la oportunidad de cuajar una formación política estable, propia y soberana. El historial de intervenciones extranjeras, golpes de estado y dictadorzuelos nativos -quién no recuerda a los folclóricos Papá Doc y Baby Doc- ha sido larga y perniciosa. Todavía en el 2004 se registró un golpe de estado, seguido por la intervención de las Naciones Unidas, que organizaron apresuradamente unas elecciones en el 2006 que fueron asesoradas y apoyadas por el IFE mexicano. Haití se ha dado un modelo político semipresidencialista, a la francesa, que se antoja demasiado sofisticado para un pueblo poco acostumbrado a regirse mediante el voto. Es por eso que no se ve por ninguna parte al presidente Préval: porque él es jefe de Estado, no de gobierno. Y el primer ministro Bellerive no cuenta con recursos para mantener el orden. No sorprende que el ejército de Estados Unidos haya tomado el control de Haití: están acostumbrados a hacerlo. Ahora al menos es por una buena causa. Ojalá que sólo se queden ahí el tiempo necesario para levantar un nuevo Estado, incluso una nueva sociedad, a partir de las cenizas del desastre. Pero no más, por favor.

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