Los dramáticos sucesos de San Juan Ixtayopan, en Tláhuac –prácticamente en la ciudad de México vuelven a poner en el banquillo a las autoridades responsables de preservar nuestra seguridad pública, que nuevamente exhiben su improvisación y su ineptitud. En México, a partir del derrumbe del Estado autoritario en los años ochenta y noventa, el viejo Leviatán no fue sustituido por un Estado democrático con nuevos y efectivos métodos de aplicación de la ley. Desgraciadamente, hoy día tenemos democracia pero no tenemos estado de derecho. El ciudadano común continúa moviéndose en su cotidianidad dentro de un esquema de convivencia social premoderno y carente de garantías. La delincuencia y la violencia social son nota de todos los días, y afecta a los tejidos más íntimos del entramado comunitario.
Hay libertades en abundancia en este México del siglo XXI, pero no así civilidad y respeto por los derechos de los demás. El Estado, como garante de la vida social en armonía, está hoy ausente de la realidad concreta del habitante común. Nadie está libre de ser víctima de la violencia, ni siquiera los mismos policías en cumplimiento de su deber, como se evidenció este miércoles. A los desventurados agentes de la PFP nadie les creyó que realmente estaban cumpliendo una misión oficial. Y es que la mímesis entre las policías y los grupos delincuenciales es ya proverbial en México: nadie sabe donde terminan las unas y comienzan los otros.
Los ixtayopinos reaccionaron con una violencia extrema ante la posibilidad de lidiar a plena luz del día con un trío de potenciales secuestradores, que sospechosamente tomaban película a las afueras de una escuela. Reaccionaron como cualquier padre que se enfrenta a individuos que espían a sus hijos. Las explicaciones de los agentes seguramente fueron tardías, e incluso tiendo a pensar que lo hicieron de forma altanera y prepotente, como acostumbran nuestros ñoños policías cuando tratan con un ciudadano común, más cuando es un campesino o un colono empobrecido. La masacre y el baño de sangre no son justificables de ninguna manera, pero sí son explicables en un contexto tan degradado como el que existe hoy en las relaciones de la ciudadanía con sus autoridades. Ser policía en México significa poseer patente de corzo para cometer ilícitos, abusar de su autoridad o humillar al semejante. Por supuesto que estoy generalizando y con ello cometiendo una crasa injusticia contra las corporaciones o elementos que han superado ya muchos de los lastres de esta subcultura autoritaria, pero este paradigma de la desconfianza continúa vigente para el grueso de los ciudadanos, como se pone en evidencia en las ya numerosas encuestas sobre cultura política en nuestro país. Por ejemplo, la Encuesta Nacional de Cultura Política y Prácticas Ciudadanas que levantó la secretaría de Gobernación el año pasado evidenció el terrible desgaste que tiene la imagen de la policía en nuestra comunidad: un 53% de los encuestados respondió que no le tiene nada o casi nada de confianza a la policía, un 24% le tiene poca confianza, un 15% le tiene algo y solamente un 7% le tenía mucha confianza. Esto la colocó en el sótano de las instituciones públicas mexicanas en cuanto a confianza ciudadana.
La justicia en propia mano es una evidencia de nuestro primitivismo como sociedad. La turba suplanta a los jueces, y con ello se comenten drásticas injusticias como la que se perpetró con esos pobres policías. Fueron víctimas de la incapacidad del Estado mexicano para imponer el fuero de la ley en la vida cotidiana de sus gobernados. Cayeron en cumplimiento del deber, pero sacrificados sin sentido y sin provecho. Fueron masacrados por la ignorancia, por la rabia que da la impotencia del ciudadano ante la autoridad arbitraria. Ese fuenteovejuna monstruoso parece volverse norma en un país donde no existe ley que se respete, ni siquiera por parte del propio gobierno.
Por supuesto, las autoridades de todos los niveles ya balbucean justificativos, inventan razones, cantinflean pretextos y se embarran mutuamente las culpas. Nadie podrá explicar que ninguna corporación haya podido presentarse en cinco horas de agresión y linchamiento. ¿Cómo pudieron llegar mucho antes los periodistas que cualquier otro elemento del orden? Gracias a los comunicadores se cuenta con documentación abundante de los hechos, pero es poco consuelo para las tres familias de las víctimas. La justicia se apersona tarde y mal, y seguro que ahora cebará su furia contra más inocentes, revueltos entre los culpables, del sanguinario San Juan Ixtayopan.
Artículos de coyuntura publicados por Luis Miguel Rionda Ramírez en medios impresos o electrónicos mexicanos.
Antropólogo social. Profesor titular de la Universidad de Guanajuato y de posgrado en la Universidad DeLaSalle Bajío, México. Exconsejero electoral en el INE y el IEEG.
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