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viernes, 6 de mayo de 2005

Ocaso imparable

Es normal que cuando una administración presidencial se acerque a su ocaso, sea siempre esperable que vea disminuido su poder real para influir sobre los grandes procesos políticos nacionales. Así ocurre en los países de régimen presidencialista, donde esa institución concentra grandes capacidades en la voluntad de un individuo específico, quien delega en un grupo limitado de colaboradores las facultades operacionales, mas no así las capacidades de definir las estrategias más amplias que otorgan definición a su estilo de gobierno, e incluso precisan su proyecto de nación.
En el caso de la presidencia de Vicente Fox, hemos visto cómo se han roto muchos de los cartabones y usos que sostenían el complejo andamiaje de la presidencia imperial a la mexicana, o mejor dicho a la usanza priísta. El presidente Fox no fue el primero en renunciar a muchas de las facultades metaconstitucionales de su investidura; es justo reconocer que Ernesto Zedillo ya había andado un buen camino en ese sentido. Sin embargo, Zedillo cuidó de mantener los suficientes controles que le garantizaran un traspaso del poder, incluso a un opositor, sin mayores sobresaltos.
El presidente Fox no solamente abandonó el uso de las facultades supralegales, sino que incluso no quiso asumir muchas de las facultades legítimas que le proporcionó el cargo. Su estilo se ha caracterizado por un relajamiento excesivo del seguimiento y control sobre sus subordinados, y dejó sueltos los hilos del gabinete. Su proyecto de país no pudo concretarse nunca ante su incapacidad personal y grupal para establecer negociaciones de altos vuelos con los opositores de todos los signos. Su agenda se vio desviada e incluso manchada por las rivalidades coyunturales, que impusieron un ritmo accidentado y dificultoso al accionar del gobierno. Se desperdició la primera parte del sexenio en pleitos extravagantes tanto en el frente externo como en el interno de la administración. Se apostó a que el fenómeno Fox se mantendría a lo largo del tiempo y que su partido lograría la necesaria mayoría parlamentaria para, entonces sí, echar adelante las grandes reformas que se requieren en el país. Sin embargo no sucedió así, y los votantes definieron una nueva integración del congreso que obliga a la negociación entre sus componentes. Tampoco sucedió así. Se pretendió llevar la negociación a los ámbitos de la cooptación particular, como sucedió con la profesora Elba Esther y su liderazgo defenestrado. Pero la nueva cámara se reveló como un espacio aún más difícil que su predecesora.
Nacieron nuevos problemas, pero se les enfrentó con la misma incapacidad para elevar la interlocución hacia esferas más incluyentes y generosas, que permitieran ignorar los escollos de la rivalidad coyuntural y que rescataran la esencia de las grandes aspiraciones de México. Y así se desperdició la segunda mitad del sexenio. Las mezquindades y miopía de todos los partidos políticos impidieron que la nación levantara el vuelo que merece y del que es capaz, si se generaran las condiciones de concordia.
A 14 meses de las próximas elecciones federales y a 19 de que la administración concluya su mandato, los mexicanos seguimos entrampados en la caverna de Platón, sin posibilidad de que alcemos la vista sobre nuestros hombros y que nos demos cuenta de que las sombras que nos mantienen fascinados no son más que los espectros de nuestros miedos inventados. Urge que nuestra clase política aprenda a aceptarse y a tolerar las diferencias, que se han convertido en muros infranqueables gracias a nuestra obcecación.
Me alegra mucho que el presidente Fox haya sabido rectificar la más grave de las metidas de pata de su administración, que aproveche el vuelo para recobrar la generosidad que le hemos visto en muchas ocasiones anteriores, y que se aleje pronto de los oportunistas que le rodean, incluso en su lecho. Es su última chance de pasar a la historia por algo más que haber echado al PRI de Los Pinos, y que rescate la altura de miras que merece este noble país.

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