Luego de un año de ausencia, finalmente un servidor y su familia regresamos a la querencia guanajuatense, a fin de reintegrarnos a la vida académica, social y política de “esta tierra bendita que me vio nacer y donde vi la luz primera”, como cantaba el humilde poeta de Chamacuero al festejar su arraigo. Sin duda hubo mucho de gozo en este retorno, que decidimos hacerlo por tierra, atravesando toda la península de Baja California, tomar el transbordador marítimo de La Paz a Topolobampo, y continuar recorriendo sin prisas y con mucho interés los tres mil kilómetros que representó nuestra travesía.
Ocho días completos nos tomó el viaje, que nos permitió transitar por varias de las regiones más agrestes de nuestro país. Tres días nos tomó atravesar el desierto bajacaliforniano, que sin duda es una de las formaciones naturales más espectaculares con que cuenta nuestro país, tanto que recientemente la UNESCO acaba de integrar a la reserva del Vizcaíno y los desiertos centrales de la península a la lista del patrimonio natural mundial. Nunca imaginé que un páramo desértico pudiera acumular tanta belleza como la que vimos en Cataviñá, donde pasamos la noche. Nada se compara a las luces, texturas, presencias, ausencias y sonidos de un desierto que a veces se antoja alienígena. Presenciamos una de las puestas de sol más increíbles de nuestras vidas. Y la noche… qué decir de una noche misteriosa, sólo interrumpida por el lejano bramar de los generadores eléctricos, que alimentan al único hotel del desierto central. Sólo un detalle lastimó nuestro goce: el darnos cuenta del desprecio que despliega el hombre hacia su entorno, evidente en los miles de graffitis que ofenden las rocas monumentales, muchos de ellos con fines pueriles y comerciales, compenetrados en el ser pétreo gracias a la maravilla de la química moderna, que garantiza la presencia de esos horrendos glifos por los siguientes mil años. Luego se añade la basura, permanente, omnipresente y agresiva: llantas, bolsas plásticas, latas, envolturas, garrafones de plástico y demás parafernalia de nuestra civilización decadente. Lastimamos así el producto de millones de años de evolución trabajosa, y condenamos a nuestros descendientes a recibir un planeta baldado y enfermo.
Por fortuna, la grandiosidad del territorio todavía permite ignorar la ofensa humana. Pudimos continuar pasmados ante los monumentos naturales del Vizcaíno, admirar sus montañas encrespadas ¡el volcán Las Vírgenes! , sus cañones y bajíos profundísimos, las violentas subidas y bajadas a través de una carretera en buen estado, paisajes que cambian cada veintena de kilómetros, animales que cruzan la carretera como un suspiro, y personas fantasmales que habitan en un territorio que parece extraído de las crónicas marcianas de Ray Bradbury. Todo ello aderezado con temperaturas de entre 35 y 40 grados Celsius. Hasta que uno casi cae literalmente en el mar de Cortés, al llegar a Santa Rosalía.
Por esto los oasis como San Ignacio, Mulegé o Loreto son tan llamativos a la vista: explosiones de vegetación rodeadas o bordeadas por la secazón desolada. La inmensidad azul de los mares Pacífico y de Cortés, que recorta los ocres y areniscos de la tierra firme atravesada de evidencias geológicas de su antigüedad milenaria, inclusive de presencia humana arcaica, que nos heredó la riqueza abstracta de las pinturas rupestres y los petroglifos. No pudimos desviarnos hacia alguno de los puntos geográficos con este arte milenario, pues ello representaba una nueva excursión en sí, pero pudimos testimoniarlos gracias a documentales que habíamos disfrutado en la televisión bajacaliforniana.
El arribo a La Paz, hermosísima ciudad que pude disfrutar nuevamente gracias a la hospitalidad de buenos amigos por allá –un saludo a Marina Garmendia, vocal ejecutiva del IFE en esas tierras , fue una justa y plácida culminación del recorrido peninsular. Un par de días de playas en Pichilingue y de ahí al ferry hacia el continente, con Topolobampo como punto de desembarco. Otro par de días en un Mazatlán pletórico de turistas y el sábado pasado decidimos liquidar los 820 kilómetros que restaban para llegar a Guanajuato en un solo día. Por fin en casa. Gracias a la familia y a los amigos por su bienvenida. Retomaremos ahora el hilo guanajuateño de este diario de campo.
Artículos de coyuntura publicados por Luis Miguel Rionda Ramírez en medios impresos o electrónicos mexicanos.
Antropólogo social. Profesor titular de la Universidad de Guanajuato y de posgrado en la Universidad DeLaSalle Bajío, México. Exconsejero electoral en el INE y el IEEG.
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