Cada seis años, México despliega uno de los procesos electorales presidenciales más largos y complejos del mundo. Ahora, por ejemplo, a un año de que se celebren esos comicios, los ciudadanos de este país ya estamos siendo atosigados por costosísimas precampañas que se subsidian con recursos públicos y privados extraídos de oscuras fuentes. Los medios electrónicos e impresos hacen su agosto a costillas de los bolsillos empobrecidos de los mexicanos, y son los primeros en azuzar las habladurías y los embustes alrededor de los actores de esta comedia. Se juega una especie de “big brother” VIP (Varios Ingenuos al Pendiente) con los aspirantes, a quienes en nuestro morbo no les perdonamos nada: que si ya se rasuró la barba güera, que si ya trastabilló, que si ya se tiñó el pelo, que si ya tomó clases de dicción, que si ya le bajó al tono, que si ya desapareció de los medios al alejarse del puesto, que si ya renunció a la precandidatura emberrinchado por los favoritismos, etcétera. Es un auténtico circo que nos entretiene y nos hace olvidar lo realmente importante: el debate sobre el futuro que queremos para este país.
Cuauhtémoc Cárdenas, por ejemplo, se retira de la contienda y se declara poseedor de la última reserva ética de su partido. ¿Será cierto esto? O sólo es una rabieta de alguien demasiado acostumbrado a no recibir oposición dentro de un partido al que considera suyo (suyo, suyo). Otro, Pancho Barrio, también tira el arpa y se aleja doliéndose de favoritismos presidenciales, pero él mismo, primero como contralor federal y luego como coordinador de los diputados panistas, hizo un pobre papel que fue causa de pena ajena entre propios y extraños. Tenemos así una política de rabietas a todo lo que da. Y luego, entre los priístas, causa sorpresa la flaqueza de la gallada y la total ausencia de ideas entre sus precandidatos. Ni modo: la televisión abarata cualquier destello de inteligencia y lo que nos quieren vender son las “ganas” que tienen estos señores de “hacer país”, de estar con las “mayorías honestas”, de invitar al “vámonos derecho” y demás jerigonza mercadotécnica.
¿Qué sucederá? Que los mexicanos no podremos discernir con claridad quién posee la mejor oferta programática, que confundiremos personalidad con apariencia, que valoraremos según lo “guapo” o “feo” del candidato (lástima que ni siquiera haya alguna guapa precandidata que alegre la vista), que olvidaremos pasados personales o partidistas a favor del “hoy hoy”, y que nunca averiguaremos quién posee las cualidades de negociación y de altura de miras que nos permitan tener a un estadista en la presidencia.
Hay dos cosas que urgen para componer la dañada política en este país: una es la reforma del Estado, que nuevamente se ha dejado para mejor ocasión; otra es una nueva reforma electoral que nos permita mantener el control sobre los procesos precomiciales. Dentro de esta última habría necesidad de acotar fuertemente las precampañas tanto en tiempo como en dineros. Urge estudiar modelos como el español y el francés, que prohíben la propaganda televisiva. Yo propondría que las campañas se limiten a un máximo de tres meses, y las precampañas a uno o dos meses, concentrando éstas en el frente interno de los partidos. Los candidatos deberían ser obligados a presentarse en debates televisivos o radiales organizados por la autoridad electoral, con equidad para todos. También debe combatirse, o incluso prohibirse, la propaganda invasiva de espacios urbanos o rurales, y en esto podríamos imitar el modelo norteamericano o el colombiano. Y sobre los actos de apoyo, en un entorno mediático como el nuestro son absurdas ya las concentraciones humanas, donde no se convence a nadie sino que sólo se ventanea la oratoria farragosa de los líderes. Mejor hay que favorecer el encuentro de los aspirantes con sectores específicos de la sociedad, en espacios donde sí sea posible el intercambio de ideas que obligue a aterrizarlas y a asumir compromisos o acuerdos.
La democracia no debe abaratar sus recursos. No debemos caer en la mediocracia simplista que abra la puerta a la imposición del poder del dinero o a la demagogia populista. Ambos extremos son igual de perniciosos. No me gustaría ver en la presidencia a un aristócrata cargado de compromisos con los oligopolios, a un Mesías convencido de poseer la verdad única, ni a un astuto embaucador que prometa la vuelta a paraísos perdidos. Me gustaría, eso sí, ver a un líder visionario que se alce por encima de grupos y partidos para en efecto buscar los acuerdos mínimos que nos den viabilidad como país. A ver si por ahí nos brota alguno. Más nos vale.
Artículos de coyuntura publicados por Luis Miguel Rionda Ramírez en medios impresos o electrónicos mexicanos.
Antropólogo social. Profesor titular de la Universidad de Guanajuato y de posgrado en la Universidad DeLaSalle Bajío, México. Exconsejero electoral en el INE y el IEEG.
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