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viernes, 20 de enero de 2006

La edad media

Termina la tregua electoral y se reavivan los debates sobre candidatos y campañas. Pero para evitar meterme en un terreno de por sí espinoso, donde no es posible decir algo sin evidenciar filias y fobias, prefiero mantener estas líneas semanales en el plano más personal y vivencial. Que me disculpen los lectores si les aburro dedicándome a estas intimidades.
Diré que el día de mañana cumplo 46 años de edad. Quisiera ser optimista y afirmar que me encuentro “a la mitad del camino” en esta vida, pero eso sería ingenuo y poco realista, pues conozco las estadísticas demográficas y sé que los hombres en México tenemos una perspectiva vital de 73 años. Si me va bien alcanzaré esa edad y con mucha suerte la rebasaré. Al menos esa es mi esperanza y mi aliciente para continuar la batalla contra los males que padecemos los hombres maduros del mundo posmoderno gracias al sedentarismo y sus consecuencias –obesidad, hipertensión, colesterolemia, etcétera . Dice un chiste que los varones veinteañeros dedican sus conversaciones a los deportes, las mujeres y el sexo; los treintañeros a los carros y las casas; los cuarentones a los negocios y las deudas, y a partir de los cincuenta el tema predilecto de los señores son los médicos, las dietas y los tratamientos de los crecientes achaques. Creo que para allá voy volando. Ni modo. Me da un poco de pena confesar que desde hace algunos meses el buró de mi cama se ha ido vaciando de libros, revistas y controles remotos, y ahora lo veo poblándose de pastilleros, inhaladores, lentes para visión cansada, puentes dentales y demás parafernalia que indica el avance inmisericorde de la propia decadencia.
Los que saben de esto –psicólogos y geriatras llaman al momento que hoy describo “la crisis de la edad media”, que sin duda es un fenómeno relativamente reciente. Hasta hace poco quien lograba acumular más de cuatro décadas de edad era sencillamente considerado un “viejo”. No existía esta curiosa noción de la edad mediana, pues en realidad a los cuarenta se llegaba a la edad límite o terminal para la gran mayoría de varones de países como el nuestro. No era raro que los abuelos fuesen cuarentones, en tiempos donde las parejas se unían todavía adolescentes. Quiero decir que no había tiempo ni circunstancia para entrar en “crisis” alguna: sencillamente se arribaba al ocaso de una vida intensa y breve, en la que lo más seguro era sucumbir por enfermedades infecciosas, sobre todo estomacales o pulmonares, o bien ser víctima de la violencia. Por eso mucha gente deduce hoy que antes las personas no se morían de cáncer o del corazón, que eran más “correosas”. ¡Pues claro! –como diría Fox , esas enfermedades ni se conocían, pues no se tenía el tiempo de padecerlas: uno se moría antes de un “aire”, un “pujo”, una “diarrea”, una “pulmonía” o de un balazo.
Pero hoy tenemos la “suerte” de ya no morirnos de esos males tan pedestres. Ahora sí llegamos a lo que nuestros médicos llaman las enfermedades “crónico degenerativas”. Cuando me enteré de que mi hipertensión y mi colesterol son de ese tipo de afecciones pensé que estaba frito, y que más me valía hacer testamento y poner mis cosas en orden. Afortunadamente luego supe que también son posibles de controlar y contrarrestar, y que para ello nada hay mejor que un cambio de hábitos. Y aquí reside lo triste de la edad media: hay que dejar de lado los viejos placeres que tanto disfrutamos en nuestra irresponsable juventud, y entrarle a la posmoderna cultura del “fitness”, la dieta permanente, el terror a la carne roja, el anatema al tabaco, la moderación en la bebida, los chequeos de peso, presión y palpitaciones, y demás ritos de iniciación a la prematura senectud. ¡Oh qué tiempos señor don Simón! Dirían los auténticos abuelitos.
Pero más que quejarse por los nuevos hábitos de un prospecto a cincuentón, hay que reconocer que sólo hasta esta edad se comienzan a disfrutar los auténticos frutos de una vida provechosa: los hijos, la familia ampliada, la casa propia, los bienes terrenales, los viajes cada vez más frecuentes, las nuevas e interesantes personas con las que uno se cruza en la cotidianidad, el afán intelectual, el gusto por lo nuevo y el reconocimiento de lo viejo. Yo he redescubierto a mis padres, a mis hermanos y a mi gente. Los veo desde una óptica muy diferente a como lo hacía hace dos décadas, y sinceramente me gusta lo que diviso. Parece que al fin estoy recibiendo los anuncios de la verdadera sabiduría –y no la sapiencia pretensiosa que uno recibe en la formalidad de la escuela y me causa placer festejar un aniversario más, pues no es un año menos de vida, es un año adicional en el salón de los recuerdos compartidos.
Posdata: no olvidemos que mañana también es el 250 aniversario del natalicio de Wolfang Amadeus Mozart. Me regocijo por la coincidencia, pero también recuerdo que un 21 de enero decapitaron a Luis XVI.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Felicidades querido Luis Miguel,

Felicidades por tu cumpleaños y por lo sabroso que escribes. Me encanta cómo escribes y lo que escribes.

Recibe un fuerte abrazo que te envío desde el norte de Texas. Verás muy pronto que cumplir los 50 años es lo más padre que te puede pasar. Me alegra el saber que te estás cuidando.

Besos y saludos cariñosos para todos, para toda la familia, nuclear y extendida. Me da mucho gusto que aprecies a todos los miembros de tu familia. Yo también siento un cariño muy grande por todos ellos. En especial, por mi ahijada y mi comadre. Dale un abrazo largo, largo a Felisa, y otro a Yuriria.

Acabo de regresar de Acapulco. Fui con Victor a apadrinar, y amadrinar, a mi sobrino Alan, el hijo de mi hermana Lorena.

Espero que este verano si podamos coincidir en Guanajuato.

Seguimos,

Laura