Continuando mi disquisición sobre la teoría del Capital Humano del economista Gary Becker, y su aplicabilidad para la comprensión de la sociedad del conocimiento en la que vivimos en este siglo XXI, afirmo que en México nos hemos tardado demasiado en comprender que la riqueza más notable del país es su gente. Es nuestra población, y no nuestros recursos físicos o naturales, la fuente de capital que puede sacarnos de nuestro inveterado subdesarrollo.
Me permito hacer aquí un parangón con el petróleo, el recurso natural más importante con el que contamos --económicamente hablando me refiero--, sobre el cual afirmaba el ingeniero Heberto Castillo que no generaba riqueza en los países donde se extraía, sino donde se quemaba. Quería decir que los países exportadores de petróleo bruto sólo se beneficiaban del precio de venta de esta materia prima, pero perdían las verdaderas ganancias, que se generan cuando a ese producto se le inyectaba valor agregado mediante su procesamiento ulterior, lo que significaba que a la materia prima se le aplicaba nada más ni nada menos que el conocimiento. La tecnología, la ciencia, la petroquímica, son las auténticas fuentes de riqueza que permiten agregar un plusvalor no solamente en un primer ciclo de la producción, sino en varios más subsecuentes, transitándose desde la elaboración de productos primarios y secundarios, hasta la generación de fuentes de bienestar social que facilitan los bienes transformados por la tecnología. Esas condiciones sólo son posibles en los países que procesan las materias primas –aplicándoles más y más conocimiento— y reciben los auténticos beneficios del desarrollo.
En el caso de nuestro país seguimos exportando petróleo en bruto, dejando escapar las bondades que traerían su procesamiento y tecnificación. Seguimos creyendo en la vetusta teoría de las “ventajas comparativas” y renunciamos a la posibilidad de desarrollar tecnología petrolera propia. Pues bien, exactamente lo mismo estamos haciendo con nuestro capital humano: seguimos exportando al extranjero una fuerza laboral impreparada, materia en bruto, a cambio de disminuir las presiones laborales internas y sostener buena parte de nuestra economía en las remesas en dólares que remiten nuestros migrantes. Estos trabajadores exhiben un promedio educativo inferior al nacional, que de por sí es bajo. En esas condiciones sólo pueden aspirar en los Estados Unidos a los empleos indeseables y de salario mínimo. Es una tragedia que nuestro país haya convertido en su segunda fuente de divisas a los migradólares. Es una confesión de nuestro fracaso en la generación de empleos y capital humano.
Mencioné la semana pasada el ejemplo de la India, un país sobrepoblado que también exporta fuerza de trabajo a los países industrializados. Pero hay una diferencia sustantiva: se trata de un flujo de emigrantes reales o virtuales altamente calificados, ingenieros y tecnólogos que han recibido una educación superior de alta competencia. Y menciono que muchos son “virtuales” porque ni siquiera tienen necesidad de salir físicamente del país, pues se desempeñan en ámbitos tecnológicos o de servicios que se apoyan en las nuevas tecnologías de la comunicación y la información –el Internet— para vender sus servicios a empresas desarrolladoras de software, o bien a compañías de outsourcing que ofrecen servicios anexos subcontratados que reducen significativamente los costos de operación de los grandes consorcios. Para esto último, muchos trabajadores indios aprenden a la perfección un idioma extranjero, así como otras habilidades técnicas, y laboran en centrales de comunicación a distancia para proporcionar asesorías especializadas a los clientes de la empresa contratadora. Los beneficios son enormes para todos, pero particularmente para los trabajadores calificados que reciben ingresos decentes, impensables en su lugar de residencia.
Si en México y Guanajuato aprendiéramos de la lección de la India, de inmediato tendríamos que multiplicar nuestras inversiones en nuestro sistema educativo, así como en nuestro aparato de ciencia y tecnología. La aspiración de dedicar el 8% del PIB a la educación y el 1% a la ciencia sigue siendo una utopía. Somos el país de la OCDE que menos invierte en la formación de capital humano y en la estructuración de una sociedad del conocimiento. Mal camino, que nos condena al ostracismo económico y a la dependencia tecnológica, es decir, al subdesarrollo permanente. Pero ya que el tema me entusiasma, permítanme dedicarle otra contribución la próxima semana, ahora focalizándome en Guanajuato.
Artículos de coyuntura publicados por Luis Miguel Rionda Ramírez en medios impresos o electrónicos mexicanos.
Antropólogo social. Profesor titular de la Universidad de Guanajuato y de posgrado en la Universidad DeLaSalle Bajío, México. Exconsejero electoral en el INE y el IEEG.
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