Desde hace un mes corre el rumor, confirmado ahora por la prensa, de que el ayuntamiento de Guanajuato capital está ponderando seriamente una propuesta presentada por el director general del Instituto de Cultura del Estado, Juan Alcocer, sobre la posibilidad de cambiarle el nombre a la calle de los Positos, agregándole a su apelativo el de Diego Rivera, extraordinario pintor que nació en esta ciudad y falleció hace medio siglo, el 8 de agosto de 1957. Por supuesto no han faltado voces en favor de esta idea, que consideran que de esta manera los guanajuateños harán justicia a un hijo pródigo, y participarán en los múltiples homenajes que se desarrollarán en el país y en el extranjero. Otros en cambio, entre los que se cuenta mi señor padre don Isauro –pundonoroso cronista de la ciudad-, están reaccionado de manera más crítica sobre la bondad de la idea. Entre otras cosas, se cuestiona el hecho de que una calle con más de 300 años de tradición, con un apelativo unido estrechamente con los avatares históricos de una ciudad donde se ha vivido un número enorme de sucesos trascendentes, pueda ser cambiado por haber sido cuna accidental de un personaje que destacó en las artes nacionales e internacionales. Una calle de fuerte prosapia pequeño burguesa, donde han habitado muchos de los catrines del lugar, es a la que se quiere dedicar a la memoria de un promitente luchador social que sin duda habría aborrecido la idea de codearse con guardianes de las buenas costumbres. Sin duda, Diego habría preferido darle su nombre a una colonia precarista, o bien a un barrio proletario, o a una calle habitada por mineros u obreros de las picas. Fue miembro activo del Partido Comunista, del que fue expulsado por sus afinidades trostkistas, contrarias al autoritarismo estalinista. Dudo que las buenas conciencias de Cuévano pudiesen sentirse cómodas en su compañía. Pero bueno, al fin y al cabo ya está muerto y enterrado. ¿No es eso lo que celebramos?
Durante los años álgidos del autoritarismo político que vivimos en el siglo XX se hizo frecuente que las élites del poder impusiesen nuevos nombres a espacios urbanos que gozaban de identidad popular gracias a rancios y tintineantes epítetos, pero que iban en contra de la ideología revolucionaria. El stablishment prefirió honrar a los próceres y prohombres de su preferencia, y pretendió dejar su marca sobre la conciencia del ciudadano común. Fue así como la mayoría de las calles de los centros y barrios de las ciudades grandes y chicas abandonaron sus apelativos de origen colonial, religioso o incluso indígena, para denominarse ahora “calle Juárez”, “portal Hidalgo”, “avenida Emiliano Zapata”, “Villa Obregón”, “eje Lázaro Cárdenas” y un larguísimo etcétera. Con frecuencia los perpetradores tuvieron éxito en sustituir la nomenclatura religiosa o de imaginería popular, por la artificiosa idolatría a los héroes laicos que el régimen consideró políticamente correctos. Pero en otros casos, como en la ciudad de Guanajuato, la cultura popular resistió estos embates y mantuvo tozudamente su fidelidad a los viejos nombres. ¿Quién de nosotros le llama calle Carrillo Puerto a la de Sangre de Cristo? ¿O paseo Madero al Paseo de la Presa? ¿O calle Manuel Doblado a la de la Tenaza? Casi todas las calles y plazas cuevanenses tienen doble o triple nomenclatura, pero la que perdura es la denominación popular. Por ejemplo, ningún taxista sabe dónde se encuentra la Plaza Allende, pero todos saben dónde está la Plaza del Quijote.
El peligro es que comencemos nuevamente a cambiarles los nombres a nuestros espacios urbanos a capricho de administraciones efímeras. Es un paso en el retorno a las viejas formas del autoritarismo y la iconoclastia secular. No hay peor cosa para la memoria de un líder esclarecido como Diego Rivera, que convertirlo en ídolo de bronce, en prócer egregio preservado incólume en el refrigerador de la historia, esa buhardilla donde arrinconamos todo lo que nos estorba. Mejor honrarlo con medidas para el fortalecimiento de las artes plásticas en el estado: una academia de altos vuelos, becas, subvenciones, concursos, encuentros de especialistas, restauración de obras, edición de catálogos, un museo virtual, etcétera.
Hace ya tiempo, me tocó organizar para lo que hoy es el Instituto de Cultura un homenaje a Diego con motivo del centenario de su natalicio, el 8 de diciembre de 1986. Nunca se me ocurrió proponer cambios de nombres o cosas raras. Mejor organizamos un alegre desfile popular a lo largo de la ciudad, pero particularmente por Positos, con jóvenes ataviados con mojigangas, con toritos, cohetes, bandas de viento, danzantes, quema de judas –personificando burgueses explotadores-, y no recuerdo qué más. El gobernador Corrales Ayala no peló el desfile, concentrado como estaba en la tiesa ceremonia que se organizó en el museo. Ni siquiera se asomó al balcón. Pero en cambio la gente llana, ese pueblo al que adoró el saporrana, ese sí que admiró y comulgó con la alegría de celebrar su centenario. Fue sencillamente hermoso.
Artículos de coyuntura publicados por Luis Miguel Rionda Ramírez en medios impresos o electrónicos mexicanos.
Antropólogo social. Profesor titular de la Universidad de Guanajuato y de posgrado en la Universidad DeLaSalle Bajío, México. Exconsejero electoral en el INE y el IEEG.
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